Sería por el horario laboral que teníamos los
dos, o porque nos buscábamos de manera inconsciente; el caso es que coincidíamos
en el ascensor un día sí y otro también, y en el intervalo de los cinco pisos
que nos separaban de nuestras respectivas viviendas, manteníamos charlas
insustanciales sobre el tiempo y el tráfico.
Pero en uno de esos encuentros cotidianos, no sé
bien por qué razón, le hablé de mi soledad, de mi falta de amigos provocada por
el perentorio y descontrolado deseo de jugar. Le confesé lo de mi ludopatía,
una tara que no soportaba fácilmente ninguno de los que me conocía.
Ella me confesó que había soñado inexplicablemente
esa noche con ese encuentro en el que yo le abría mi corazón, a su vez me
confió que su timidez también le suponía una barrera para conocer a hombres
sinceros como yo. Descubrió cierta afinidad con mis sentimientos, pues desde
hacía unos meses sufría el mismo problema que un servidor: sentía una urgencia
psicológica y física incontrolable a jugar de forma persistente.
Al preguntarla sobre los síntomas que sufría,
me contesto con una dulce mirada y una bonita sonrisa que había apostado su
corazón a una sola carta, y el que barajaba era el que escribe estas líneas.
Desde ese preciso instante, los dos jugamos con
intensidad a ese arriesgado y adictivo juego
del amor.
Derechos de autor: Francisco Moroz