lunes, 19 de junio de 2017

¿Fría venganza?





Sin beso de buenas noches, sin abrazo de bienvenida ni caricia de madrugada. Todo eso se acabó desde que me fuiste infiel.

Yo que ardía como brasa encendida de deseo por ti. Yo que me incendiaba cuando te presentía cerca de mi piel, tuve que aguantar que otra arrimara tu ascua a su sardina.

Pero aún te recuerdo cuando retiro con el badil las cenizas de la chimenea, como después de aquella última vez que te hice arder y no precisamente de pasión.

Echaste mucha leña al fuego con tu traición y esa fue la chispa que prendió mi paciencia, haciendo fraguar una tremenda venganza.


Derechos de autor: Francisco Moroz


jueves, 15 de junio de 2017

Todas las primaveras






La niña vio el cortejo desde detrás de un muro ruinoso de un aprisco cercano.

Nueve hombres caminando hacia el cementerio. Tres maniatados con soga de costal, seis con los fusiles terciados, celosos vigilantes de los que ya parecían ser cadáveres demacrados y cabizbajos vestidos de pobres labradores.

Los pusieron contra la tapia, apuntaron y dispararon a escasos metros para no fallar.

Después del tiro de gracia algunos de ellos encendieron un pitillo. Alguien soltó un improperio grosero y entre algunas risas, se marcharon despreocupados de la muerte ajena que dejaban atrás.

La niña corrió al pueblo para contar lo que había visto. Muchos no quisieron oír y la dieron la espalda. Otros callaron por temor a represalias. La mayoría la ignoraron como chiquilla que era, mirándola con indiferencia o desprecio por ser hija de quién era.
No hubo flores para un funeral ni tan solo un recuerdo.

Veinte años después una muchacha se acerca a un árbol y permanece en silencio. Medita, reza, reflexiona y llora.
Cuarenta más tarde la misma mujer con un hombre y tres muchachos que corretean alrededor de un almendro en flor.

La vida la trató bien después de todo. Creció en un Orfanato; estudió lo que pudo y aprendió a coser para ganarse la vida. Se enamoró de un buen hombre que le dio esos tres preciosos hijos y se siente afortunada de tener un secreto jamás revelado a personas ajenas.

Con ochenta y siete años apenas puede moverse. Sentada en su silla de ruedas cuenta a sus nietos como lo hiciera antes a sus hijos, aquella historia de muerte y dolor. Cuando con sus ojos de niña vio como mataban a tres hombres junto al campo santo.

Los enterró con sus propias manos bajo aquel árbol pequeño, cuando nadie más quiso hacerlo.
Fueron su padre y sus dos hermanos los que murieron aquel día por asistir a misa.

Siempre tuvo el consuelo de que cada primavera, fueran los primeros en tener flores rosáceas de almendro sobre sus tumbas.

La memoria histórica fue solo la suya. Las guerras se han de olvidar junto al odio, pero nunca a los muertos que deja entre unos y otros.


Derechos de autor: Francisco Moroz


Relato presentado en la comunidad: Relatos compulsivos Con la temática de "Flores para un funeral"

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