martes, 25 de febrero de 2020

Noviembre - 1936






Juan y María se conocieron en la pradera de San Isidro, bailaron juntos por primera vez en la verbena de La Paloma y desde hacía pocos años compartían una buhardilla en el barrio de Lavapiés donde habían construido su nido de amor.

Ella era modistilla, él, aprendiz de impresor. Con poco dinero inventaban momentos para ser felices. Paseaban de la mano su amor por la Plaza Mayor, bajo los carteles del –No pasarán-, junto a la Cibeles; la linda tapada la llamaban por entonces, cubierta de sacos terreros para salvaguardarla de las explosiones de las bombas. Se tomaban un café aguado de vez en cuando, con la excusa de sentarse enfrentados y perderse cada uno en los ojos del otro.

Su amor era incombustible. Con él y sus cuerpos se bastaban para conseguir el calor necesario en las noches heladoras y los muchos besos que se daban, les proporcionaban la luminosidad en esos oscuros y aciagas jornadas llenas de incertidumbre y tan escasas de alimento que llevarse a la boca. Con las caricias obtenían la tranquilidad imprescindible con que apaciguar la angustia de la soledad.

Cuando las escuadrillas de las tres viudas* surcaban el cielo, bajaban de dos en dos las escaleras de su edificio para buscar refugio en el portal o en el sótano. Si les pillaba en la calle corrían pegados a las paredes buscando la más cercana boca de metro;  subterráneos que se habían convertido en sumideros de miseria compartida.
Hace un mes las tropas rebeldes llegaron a los arrabales de los Carabancheles y accedido a la Casa de Campo y desde allí asediaban la metrópoli. Entre tanto desde dentro, algunos que se llamaban así mismo defensores, eliminaban a los traidores colaboracionistas. Todo aquel que se oponía a sus requisas o les parecía sospechoso, era encontrado al amanecer junto a la tapia de algún cementerio con el tiro de gracia en la cabeza.

A Juan lo llamaron al frente, estaba en edad de luchar, aún sin instrucción militar le mandaron a reforzar las líneas de la ciudad universitaria; por donde el enemigo pretendía entrar a la capital. Metido en la trinchera durante las tensas noches silenciosas, pensaba en María.
En su ausencia, ella se acurrucaba en un rincón de la buhardilla para hacerse invisible, pues la muerte se paseaba por las calles con las patrullas con un fusil al hombro, a la caza de incautos, o se apostaba en los balcones disfrazada de francotirador.

Añoraban el verse, el tocarse, el besarse, para comprobar que era real lo que sentían con tanta intensidad. Pero les había tocado vivir su amor en tiempos de mucho odio exacerbado, donde los vecinos se delataban entre ellos y las venganzas se dictaban diariamente con sentencia de pena de muerte.

Aquella mañana fue una de tantas en la que los tonos grises predominaban en un cielo que amenazaba lluvia. Frío intenso de mes de noviembre. María pensó en su Juan, se lo imaginaba temblando dentro de un agujero excavado en la tierra embarrada, soportando la humedad que subía del río Manzanares con el poco abrigo que le proporcionaba su mono de trabajo y una chaquetilla de paño. Agarró una manta y un gorro de lana que una vez tejió para él y salió a la calle para llevarlos, o al menos para buscar a alguien que se los entregara.

Pero empezó a tronar el cielo con el rugido de los motores de los aviones, que después de un intenso bombardeo nocturno volvían con una nueva carga de fuego y metralla para los inocentes.

Ella se encontraba cerca de la barriada de Argüelles pasando al lado de un edificio conocido con el nombre de: casa de Las flores, donde las barricadas y los parapetos dificultaban el paso, corría como nunca lo había hecho, pero su destino fue más rápido cayendo a plomo desde lo alto, reventando en pedazos y esparciendo cascotes y fuego a partes iguales. De María sólo quedó un último pensamiento dedicado a su amado, pensamiento que se fue diluyendo junto a la sangre y el polvo en suspensión de los escombros. Los sueños quedaron destrozados.

Quiso el infortunio que Juan perdiera la vida casi en el mismo instante en que el tabor* de regulares y una bandera de la legión asaltaran las trincheras donde se encontraba con sus compañeros de armas. Muerte rápida a punta de bayoneta, donde la ilusión del reencuentro con su mujer se tornó imposible.

Así me contaron esta historia empañada de tristeza y desesperanza, que conservé en mi memoria durante la juventud.
Ahora paseo por Madrid, casi ochenta años después de que estos hechos ocurrieran y encuentro todavía restos de las cicatrices que dejó esta guerra entre hermanos. Perfiles de líneas de trincheras, hondonadas producidas por las explosiones de minas, bunkers,nidos de ametralladoras. Y en ciertas fachadas, las marcas ocasionadas por los proyectiles. Todo ello donde ahora hay parque, universidad y hospital.

Pero mi imaginación se resiste a este final. Quisiera cerrar este relato con el hallazgo en el Parque del Retiro, medio escondido entre los nudos leñosos de un castaño de indias, de un corazón grabado a navaja, donde figuran los nombres de Juan y María junto al año en que su amor fue pura pasión, como la puesta por los españoles en matarse, durante una cruel guerra que no se debería repetir jamás: Mil novecientos treinta y seis.





*  Junkers JU 52. Modelo de bombardero alemán utilizado en la guerra civil. Las formaciones de asalto la realizaban de tres en tres, por lo que los madrileños las denominaban de esta forma.

* Tropas de regulares de tetuán. Significa batallón, conformada principalmente por moros.


Derechos de autor: Francisco Moroz



jueves, 20 de febrero de 2020

No vale la pena





Empezó a llorar inmediatamente sin posible consuelo. No eran lágrimas de arrepentimiento ni de dolor, tampoco lo eran de alegría ni de tristeza. Mucho menos lágrimas  de emoción despertada por algún recuerdo.

Consideró que no merecía la pena, que era una forma absurda de llorar.
Por lo tanto se quitó el delantal, dejó el cuchillo y apartó la maldita cebolla de su vista.

Derechos de autor: Francisco Moroz



viernes, 14 de febrero de 2020

Feliz día de los enamorados





 Como todos los años bajaba a la playa y se sentaba en la arena, frente al horizonte, serena y tranquila, siguiendo con la mirada el perfil de las olas desde que se formaban allá adentro, hasta que besaban sus pies con sus puntillas blancas y espumosas.

 A la hora convenida, él se acercaba silencioso y pausado por detrás y la rodeaba suave para no sobresaltarla. Le susurraba al oído todo lo que la añoraba y la echaba de menos en días como estos. Le rozaba la piel desnuda con su aliento de brisa, y se quedaba tendido en su cálido regazo.

 Ella sentía el escalofrío que presagiaba y anunciaba su llegada y al rato se sentía envuelta en un abrazo tenue, como imaginado en sueño. Escuchaba muy adentro esas palabras dedicadas tan solo a ella en las que le declaraba su amor eterno.

 Era su enamorado, el mismo que le prometió junto al mar, que si partía primero hacía la otra orilla, vendría todos los años por estas fechas, para recordar que el amor por la mujer con la que compartió sus días no moriría nunca.

 Y ya habían transcurrido seis años desde que se fue de su lado. En ese instante, una lágrima furtiva, pasó a formar parte de la inmensidad del mar.

derechos de autor: Francisco Moroz

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