jueves, 13 de mayo de 2021

Padre coraje





Se acercó a la cama en la que estaba postrado el paciente, sedado con calmantes y totalmente entubado.
Lo observó con calma, pensando cómo iba a actuar ante él, lo que le iba a decir; pues sabía que sería la primera y última vez que lo vería. Difícilmente aguantaba las lágrimas que amenazaban con desbordar sus ojos cuando recordaba escenas entrañables, momentos disfrutados en compañía de su hijo.

 Cuando recibió la noticia de madrugada se sobresaltó de tal manera que no acertaba a controlar sus manos temblorosas que le impedían vestirse para salir corriendo a su encuentro.

Desolado, arrasado por la tragedia, no lograba articular ninguna palabra, ni tan siquiera para reconocer ante el forense, que el que yacía en esa plancha metálica y fría era su primogénito, el único que había tenido, por el que tanto había apostado, y con el cuál tanta vida compartida había imaginado.

Se acercó a la cama de hospital para verle mejor la cara, un rostro abotagado por la hinchazón de los golpes, unos golpes insuficientes para lo que se merecía.

Se dirigió a él casi con dulzura, con miedo a que despertara y se asustara de su presencia. Le habló como padre postrado ante el dolor, por una pérdida de alguien insustituible. Le recriminó  los años que le había arrebatado a causa de su mal proceder. 

Le retiró la mascarilla de oxígeno como si presintiera le fuese a contestar a todos sus porqués, pero el convaleciente no reaccionó. Entonces con un gesto casi paternal, le colocó la almohada sobre la boca apretando con rabia incontenible.

Ya no recuperaría a su querido hijo, pero el descerebrado que conducía en dirección contraria saturado de alcohol y drogas; el que impactó de frente con su coche, tampoco vería otro amanecer.

La venganza no solucionaba nada pero aliviaba algo el peso de tanto dolor

Derechos de autor: Francisco Moroz

viernes, 30 de abril de 2021

Metamorfosis




Ahora ya vestido con su traje de gala, después de salir de la cama donde había yacido con su amante, se miraba al espejo y en su opinión le pareció estar contemplando una hermosa y colorida mariposa.

Todavía entre las sábanas  revueltas, la mujer que le miraba con cara de desprecio y asco, pensaba para sí, que ese tirano que abusaba de las circunstancias para beneficiarse de su cuerpo, era un vil gusano impotente, engreído y rebosante de soberbia.

La esposa que sabía de los devaneos de su infiel marido, aprovechaba sus ausencias para realizar sus compras personales y tirar de visa. Pensando mientras tanto que el sujeto con el que se había casado era un anodino y auténtico capullo miserable.

El resto de ciudadanos estaba dividido en sus apreciaciones con respecto al individuo.

Unos eran incondicionales admiradores de la mariposa a la que aplaudían y adulaban.

Otros envidiaban la suerte de ese capullo que había llegado tan alto gracias a sus prácticas fraudulentas, actitud mezquina y violenta.

Al resto les gustaría aplastar a ese gusano que tenían como dirigente y que estaba empobreciendo a todo un país.

Esta historia es la que me contó mi tutor a modo de ejemplo, cuando le pregunté qué significaba eso de la metamorfosis. Al día siguiente de explicárselo a mi padre, vinieron a buscar a mi maestro al palacio presidencial, y desapareció para siempre, nunca más supe de él.

 Mi hipótesis por tanto, es que mi progenitor se va metamorfoseando progresivamente de hombre a monstruo.



Derechos de autor: Francisco Moroz

martes, 13 de abril de 2021

La memoria del niño

 

 



Con seis años eran muchas las mañanas en que amanecía mojado.

Mis padres me lo recriminaban, mis hermanos se reían de mí. Yo me sentía avergonzado, pero eran mis miedos superiores a mi bochorno. Y es que la casa donde pasábamos los veranos era tenebrosa. De esas de pueblo. Vieja, con vigas de madera; del mismo material que la escalera con la que me encontraba nada más abrir la puerta de la calle y que daba acceso a las habitaciones, y a un balcón acristalado desde el que se veía un huerto en pendiente, la hendidura de un viejo río más abajo y mucho más lejos unos montes con pinos carrascos.

De día todo eran juegos pero llegando la noche, me iba encogiendo sobre mi mismo viendo la hora en la que me tendría que retirar para acostarme.

Uno de los problemas radicaba cuando la vejiga reventaba de puro llena y necesitaba aliviar tanta tensión. Otro, cuando tenía que levantarme para ir al servicio ubicado bajo las escaleras.

Hacía verdaderos esfuerzos por aguantarme las ganas pero…

Al principio me levantaba de la cama que con un chirriar de muelles anunciaba mi presencia a un posible acechador. Andaba descalzo y a oscuras; un niño no tenía por entonces acceso a cerillas, velas ni linternas. En completa oscuridad y temiendo que algún ser indescriptible me estuviera observando, salía del cuarto hacía las escaleras cuyos crujidos me producían un tembleque nervioso que recorría todo mi cuerpo. Pasaba por delante de un espejo, y el vago reflejo me hacía dar un respingo.

El cuarto de baño, menos mal, disponía de una bombilla que emitía una mortecina luz amarilla  que iluminaba lo justo como para no orinarse fuera de la taza. Pero ¡Ay Dios! Justo en la parte de al lado del inodoro había un ventanuco que daba al campo, con una contraventana siempre abierta que dejaba pasar unos sonidos que me aterrorizaban. Ruidos y chirridos inidentificables de engendros desconocidos; incluso de vez en cuando oía voces y gritos humanos. Muchas fueron las veces que antes de terminar, salía corriendo sin apartar la  mirada de la ventana con fondo negro, sin apagar la luz, dejando un rastro húmedo de meado en lo precipitado de mi huida, para refugiarme cuanto antes bajo las sábanas. 

Los peldaños los subía de dos en dos, con los dientes apretados y el corazón a cien por hora. Mirando adelante, no fuera a encontrarme con algún monstruo deforme que me cerrara el paso, sintiendo esos escalofríos en la nuca que me indicaban que los espíritus de los muertos no andaban lejos.

Siempre esperaba esa mano huesuda posada en mi hombro que me hiciera volverme para contemplar un rostro cadavérico, enfrentándome a un difunto escapado del cementerio. El ulular del viento conformaba sus voces.

Por eso mismo la más de las veces me meaba encima, a pesar de la reprimenda, el castigo, y las burlas que me esperaban al día siguiente.

Terminado el verano regresábamos a la capital y aunque el piso de mi familia me infundía seguridad por lo reducido, conocido y habitual. Seguía temblando de miedo por las noches; pues los sueños recurrentes no me abandonaban. En ellos, me levantaba de la cama, bajaba las escaleras quedito, pasaba por delante del espejo, entraba en el baño y miraba con aprehensión, la ventana por la que de pronto aparecía un personaje horrible que se abalanzaba sobre mí. Yo corría y corría, pero mis pies parecían lastrados de plomo. Todo acababa cuando una mano descarnada se posaba en mi hombro y entonces... mojaba el pijama.

No tengo memoria del porqué  terminé  habitando este caserón rancio si nunca me gustó. A mis padres y a mis hermanos les perdí la pista; al igual que yo fui perdiendo la memoria de todos ellos; sus rostros y actitudes se difuminaron.

He madurado, de eso estoy seguro, pues ya no tiemblo ni temo a lo desconocido mientras recorro la casa; que la verdad está un poco desastrosa. Se nota el paso del tiempo. Las escaleras crujen un poco más y las ventanas están desvencijadas. Aunque dispongo de tiempo no así de los medios para arreglar tanto desbarajuste y desorden. Ya me acostumbré al roce de las telas de araña que son como caricias, de igual manera al tenue silbido del aire que me arrulla por las noches.

Hace muchos años que dejé de encender la bombilla del baño, pero es curioso cómo me he ido acostumbrando a la soledad y la sombra.

Cuando me asomo al balcón sigo viendo el huerto abandonado, los árboles a lo lejos, presiento el río murmurando a su paso y escucho a la lechuza y a los grillos en sus monótonos y repetitivos cánones. También de vez en vez, oigo las voces de los arrieros que entran al pueblo arreando a sus mulas. Los pastores que retornan a sus casas cuando oscurece, después de apriscar al ganado.

Y entonces me viene a la memoria un verano, la ventana abierta a la noche  y un niño que quiso enfrentarse a sus demonios asomándose por ella para quitarse el miedo cerval que le atenazaba. Para él, era insoportable la humillación a la que era sometido cada vez que se orinaba encima. Ese chaval se precipitó al vacío. No recuerdo más.

Lo que no acabo de comprender, es por qué ya no veo mi reflejo cuando paso delante del espejo roto del descansillo.


Derechos de autor: Francisco Moroz










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