lunes, 2 de octubre de 2017

Culpable






La elegancia, no era algo que caracterizara al individuo que caminaba desgarbado con las manos en los bolsillos, y que vestía una ropa algo ajada por su excesivo uso confiriéndole un aspecto desaliñado.

Desde el principio le dio que pensar su aptitud sospechosa. Siempre seguía las mismas pautas: salía temprano de un edificio destartalado de un barrio obrero. Caminaba por algunas calles, como intentando despistar sus pasos a un posible seguimiento. Se dirigía a una joyería ostentosa, y se quedaba un tiempo más que razonable frente al escaparate. Después reanudaba su marcha y hacía lo mismo frente a una entidad bancaria, donde observaba con fijación el cajero automático. Más tarde, mirando el reloj, atravesaba un parque cercano para introducirse en un bar donde consumía el resto del día; suponía que entre alcohol y cigarrillos.

El tipo, decididamente no era de fiar, y su fino olfato le incitaba a investigar un posible delito que se consumaría en poco tiempo si él no lo evitaba.
Todavía se preguntaba por qué le habían prejubilado del cuerpo policial, alegando que su enfermiza minuciosidad en las investigaciones, su fuerte carácter y sus continuas sospechas sobre los demás, atribuidas a un absurdo trastorno bipolar; podrían acarrearle serios inconvenientes en la ejecución de sus funciones como investigador, creándole algún conflicto personal y a su vez poner en peligro la integridad física de sus compañeros; ya que muchas veces pretendía asumir competencias que no le correspondían como eran la de juez y verdugo.

En su larga carrera había tenido que soportar muchas burlas, pero esta era una deshonra, algo que le había sumido en una depresión galopante que casi acaba con su autoestima.
Pero no estaba por la labor de abandonar aquello que mejor se le daba: seguir el rastro de criminales en potencia y ponerlos donde les correspondía estar.

Mientras reflexiona sentado en el banco desde el que hace el seguimiento diario del sospechoso, se da cuenta que algo cambia súbitamente en sus hábitos. Una variación en su comportamiento rutinario que le desconcierta; y es que tras salir del edificio, el tipo se ha dirigido al supermercado del barrio saliendo con dos bolsas repletas de productos alimenticios.
Después se dirige a la sucursal bancaria con andares que demuestran su nerviosismo, saliendo de la misma presuroso, como perseguido; introduciendo la mano en un bolsillo interior de su cazadora, para terminar en la joyería donde ha permanecido más tiempo del que pudiera corresponder a un comprador. Después ha omitido el parque y el bar y ha regresado sobre sus pasos a su cubículo.
El delito ya ha sido cometido como preveía…

¡Por fin llegó el día!
Miguel está inquieto, preocupado, y feliz a partes iguales. Hoy puede cambiar su vida para siempre.
Se levantó por la mañana con esa propósito firme, una decisión que le había costado tomar. Una sin retorno, que los amigos le avisaron, podría acabar con su libertad.

Ha salido rápido de casa para comprar los ingredientes para una buena comida de celebración, sacar del banco el dinero que ha podido ahorrar con tanto sacrificio trabajando en el bar; para comprarle a Helena el anillo de compromiso que se ha propuesto regalarle, cuando le pida el matrimonio durante el ágape preparado por él.

Cuando está cocinando la pasta, y mientras sofríe la cebolla, el tomate, el pimiento, y la zanahoria. llaman a la puerta.

Se limpia las manos con premura, pensando que Helena se ha adelantado a la cita. Pero cuando abre se encuentra a un señor mayor encañonándole con una vieja pistola que dirigiéndole una mirada aviesa y una sonrisa torcida le dice una sola palabra antes de disparar: 
“Culpable”


Derechos de autor: Francisco Moroz

jueves, 28 de septiembre de 2017

Presencia amada





Desde el día que murió me acerco casi a diario al cementerio para visitarle y sentirle más próximo. Le hablo de cómo me va sin él, de lo mucho que le extraño, del vacío que dejó en mi corazón.

Vierto innumerables lágrimas de desconsuelo al ser consciente de su ausencia, y le pido con insistencia, alguna señal de su presencia tan añorada.


Hoy de regreso a casa, me encontré un ramo de flores rojas sobre la mesa del salón. En la tarjeta, escrito con su letra, figuraba su nombre.


Derechos de autor: Francisco Moroz

lunes, 25 de septiembre de 2017

Finales sorprendentes






–Nadie lo percibe habitualmente.

Es casi imposible sin conocer la obra de antemano, saber cuál será el final de la misma.
Podremos en todo caso intuir como los personajes van a interactuar en el escenario en ciertos momentos, e incluso conseguiremos en parte, ir adivinando retazos del dialogo que mantendrán entre ellos a lo largo de la representación. Pero el colofón de la misma siempre será sorpresivo.

Es como en los libros. Aunque leamos la sinopsis de una parte del argumento, no podremos imaginar los giros que hallaremos a lo largo del relato, que harán, que cambiemos de idea cada dos por tres. Penduleando de una a otra, yendo por donde el autor en definitiva quiere que vayamos.

–Bueno, todas las historias pueden ser muy previsibles. Por ejemplo: Podemos predecir que un heroinómano terminará muerto por sobredosis. Un villano hallará un final violento, o en el mejor de los casos dará con sus huesos en la cárcel. Un noble guerrero vencerá al vil traidor. Un galán terminará enamorando a la doncella…

– Pero hablamos de la obra en sí, no de los personajes. Que estos tomen un rumbo o una decisión de un signo o del contrario, es lo que influirá en el devenir general del relato ¿Comprendes? Por causa de ellos precisamente, la conclusión es inimaginable.

Los actores son siempre secundarios, es la convicción con la que representan su papel lo que realmente importa y lo que en la mayoría de las ocasiones, despista esa corazonada casi asegurada sobre el desenlace de la pieza.

– Sí, tienes parte de razón pero precisamente por esa misma causa que esgrimes, el espectador tiene la posibilidad de ir tirando del hilo y completar el puzzle con las pistas y las señales que los actores van dejando a lo largo de sus intervenciones; y con ello predecir los finales que pretendían ser inauditos.

– ¡Qué no hombre! que no puedes saber el final de una función hasta el término de la misma; actúen los personajes como actúen y sea el espectador todo lo avispado que tú quieras que sea. No habría interés por el teatro si fuera tan sencillo como tú dices.

–Mira, el drama, la tragedia, la comedia, el sainete, el entremés, están en la calle, en la vida cotidiana, en lo que vivimos de continuo a todas horas.

Tú y yo, en este instante somos personajes. Interactuamos mediante el diálogo que mantenemos mientras caminamos. Estamos hilando una historia ahora mismo. Si un imaginado espectador imparcial nos observara desde el patio de butacas; iría tejiendo la historia sobre nuestra relación de amistad, nuestro gusto común por el teatro y los libros, el placer de conversar y debatir sobre ello. 
Antes de que terminara nuestra, en este caso, ficticia representación, ya habría sacado un final concluyente y acertado del mismo.

– ¡Ea! ¡Y yo te digo que no! y te lo demuestro. 

En ese mismo momento viene el autobús y el interlocutor que defiende los finales inesperados, le pega un empujón al que lo hace con los finales predecibles. 
Este cae a la calzada, y es arrollado por el vehículo pesado. Causando con ello alarma, nerviosismo, sobresalto, espanto, estupor, inquietud y rebato, entre los transeúntes. 

-¿Lo ves? Nadie se esperaba este giro final tan sorprendente a pesar de los personajes.


Nadie lo percibe habitualmente.



Derechos de autor: Francisco Moroz



Presentado en la comunidad de: Relatos compulsivos 
incluido en el reto de: Epanadiplosis: figura retórica de construcción que consiste en terminar un texto con la misma palabra o frase con la que se empieza. En este caso cuatro palabras.






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