La elegancia, no era algo que caracterizara al individuo
que caminaba desgarbado con las manos en los bolsillos, y que vestía una ropa
algo ajada por su excesivo uso confiriéndole un aspecto desaliñado.
Desde el principio le dio que pensar su aptitud sospechosa.
Siempre seguía las mismas pautas: salía temprano de un edificio destartalado de
un barrio obrero. Caminaba por algunas calles, como intentando despistar sus
pasos a un posible seguimiento. Se dirigía a una joyería ostentosa, y se
quedaba un tiempo más que razonable frente al escaparate. Después reanudaba su
marcha y hacía lo mismo frente a una entidad bancaria, donde observaba con
fijación el cajero automático. Más tarde, mirando el reloj, atravesaba un
parque cercano para introducirse en un bar donde consumía el resto del día;
suponía que entre alcohol y cigarrillos.
El tipo, decididamente no era de fiar, y su fino olfato le
incitaba a investigar un posible delito que se consumaría en poco tiempo si él
no lo evitaba.
Todavía se preguntaba por qué le habían prejubilado del
cuerpo policial, alegando que su enfermiza minuciosidad en las investigaciones,
su fuerte carácter y sus continuas sospechas sobre los demás, atribuidas a un
absurdo trastorno bipolar; podrían acarrearle serios inconvenientes en la
ejecución de sus funciones como investigador, creándole algún conflicto
personal y a su vez poner en peligro la integridad física de sus compañeros; ya
que muchas veces pretendía asumir competencias que no le correspondían como
eran la de juez y verdugo.
En su larga carrera había tenido que soportar muchas
burlas, pero esta era una deshonra, algo que le había sumido en una depresión
galopante que casi acaba con su autoestima.
Pero no estaba por la labor de abandonar aquello que
mejor se le daba: seguir el rastro de criminales en potencia y ponerlos donde
les correspondía estar.
Mientras reflexiona sentado en el banco desde el que hace
el seguimiento diario del sospechoso, se da cuenta que algo cambia súbitamente
en sus hábitos. Una variación en su comportamiento rutinario que le
desconcierta; y es que tras salir del edificio, el tipo se ha dirigido al
supermercado del barrio saliendo con dos bolsas repletas de productos
alimenticios.
Después se dirige a la sucursal bancaria con andares que
demuestran su nerviosismo, saliendo de la misma presuroso, como perseguido; introduciendo la mano en un bolsillo interior de su cazadora, para terminar en la joyería
donde ha permanecido más tiempo del que pudiera corresponder a un comprador.
Después ha omitido el parque y el bar y ha regresado sobre sus pasos a su
cubículo.
El delito ya ha sido cometido como preveía…
¡Por fin llegó el día!
Miguel está inquieto, preocupado, y feliz a partes iguales.
Hoy puede cambiar su vida para siempre.
Se levantó por la mañana con esa propósito firme, una
decisión que le había costado tomar. Una sin retorno, que los amigos le
avisaron, podría acabar con su libertad.
Ha salido rápido de casa para comprar los ingredientes
para una buena comida de celebración, sacar del banco el dinero que ha podido ahorrar
con tanto sacrificio trabajando en el bar; para comprarle a Helena el anillo de
compromiso que se ha propuesto regalarle, cuando le pida el matrimonio durante
el ágape preparado por él.
Cuando está cocinando la pasta, y mientras sofríe la
cebolla, el tomate, el pimiento, y la zanahoria. llaman a la puerta.
Se limpia las manos con premura, pensando que Helena se
ha adelantado a la cita. Pero cuando abre se encuentra a un señor mayor encañonándole
con una vieja pistola que dirigiéndole una mirada aviesa y una sonrisa
torcida le dice una sola palabra antes de disparar:
“Culpable”
“Culpable”
Derechos de autor: Francisco Moroz