Mira
Roberto, me he prendado de una chica por causa de unos pajaritos tatuados a lo
largo del hombro que parecieran salir de su escote. Algo que resulta la mar de
excitante pues inconscientemente la vista se me va de abajo arriba, terminando
siempre enfrentada con sus ojos de azul cielo que me miran a su vez como llenos
de deseo; y hacia donde parecen elevar el vuelo esas manchas negras de tinta
bien definidas, con forma de animalillos alados.
Al final me
he rendido a la evidencia de mi total enamoramiento. Me hallo subyugado y
sometido a un amor inconmensurable por su persona. O eso me parece a mí cada
vez que nos encontramos.
Estoy
obsesionado de tal manera, que en toda superficie despejada que descubro,
escribo: “Te amo, te amo, te amo.” Estoy loco de amor.
Antes de
conocerla, pensaba que mi soledad no tenía remedio, un tipo extraño como yo,
jugando tras los cristales a ser alguien normal, dibujando corazones con el
vaho de mi aliento, sabiendo la dificultad de conocer a una mujer interesante de la cual prendarse.
Me acuerdo
que mientras convivía con mis padres, estos discutían cada dos por tres. Yo
escondía la cabeza entre mis manos para no oírles. Gritando más que ellos; esperando que alguien
viniera pronto a rescatarme. Después mi padre se iba. Me podía pasar la tarde entera mirando por la ventana
por si regresaba, pero cuando lo hacía, al poco tiempo, volvía a desear que se
fuera. Mamá lo que esperaba es que más pronto que tarde dejara de llorar por
él, pues según ella no lo merecía. No fueron un gran ejemplo a seguir.
Me di cuenta
que no merecían la pena ninguno de ellos, los despreciaba y lo demostraba de
continuo. Me rebelaba a sus dictámenes con violencia inesperada. Les arañaba,
les tiraba objetos a la cabeza, les escupía. No merecían mi respeto. Dejaron de
ser personas importantes para mi desarrollo emocional, desde el momento que me
sacaron de casa al cumplir los veinte años.
Me tocó
buscarme la vida y al principio no me fue mal haciendo trabajillos y encargos
eventuales; después caía en barrena cuando me sentía solo. La depresión se
convertía en una compañera cada vez más asidua. Me costaba salir adelante,
necesitaba ayuda para conseguirlo. Dormía entre cartones, buscaba en la basura y tenía altercados continuamente.
Es entonces
cuando me internaron; nadie hubiera apostado entonces por mi recuperación.
Salir de esas crisis a base de una medicación que me convertía en un vegetal babeante y balbuciente que
no era capaz ni de expresar las ideas más básicas o necesidades más
elementales. Era del todo inconcebible. Cuando
salía de ese estado latente me volvía irascible y violento.
Pero era
comprensible que quisiera fugarme, Roberto. Todas las mañanas venía un enfermero a administrarme sustancias que me dejaban sin voluntad. Permanecía sentado en una silla; como
cuando vivía en casa con mis padres. Mirando tras los cristales dibujando
corazones imaginarios a alguien que yo esperara que viniera y me salvara, sacándome de
aquel sitio.
Al final
tuve que hacer trampa con las pastillas y escapar en un descuido de los
celadores que me mantenían encerrado. Y es que, si no lo hubiera hecho me
hubiera vuelto loco de remate.
Y menos mal
que entonces apareciste tú. Has sido providencial, como un ángel de la guarda. Por lo menos puedo hablar contigo
de mis problemas y mis ilusiones. La verdad es que no he nacido para estar
solo, necesito compañía como todo ser humano. Soy un ser sociable y amistoso.
Bueno, al
menos con esta chica ya no lo volveré a estar ¿Te gustaría que te la
presentara? Vamos a acercarnos a aquella
esquina, pasará en unos minutos; últimamente siempre viene en el autobús.
¡Ahí viene,
Roberto! ¿La ves?
¡Qué me
dices! ¿Qué es un cartel con una modelo que anuncia perfume?¿Qué los
pajaritos no son más que manchas de pintura de un grafiti?¿Y
encima me recriminas el estar como una puta cabra?
Tú te lo has
buscado Roberto ¡Olvídate de mí! Ya no te quiero a mi lado. Mañana mismo
empiezo a buscarme otro amigo imaginario más complaciente. Por cierto, pienso que eres un total
desequilibrado. Necesitas ayuda.
Derechos de autor: Francisco Moroz