Siempre tomo el metro en la estación de Bayswater, como cada día desde el mes de Junio, que es cuando empieza el verano y Londres se llena de turistas.
He
pasado dos meses observando a la gente que deambula por los pasillos desde uno de los bancos del andén. Los veo pasar, todos van ajetreados a algún lugar,
siempre con prisas, indiferentes a lo que tienen alrededor.
Ninguno parece reparar en mi presencia anodina que me hace invisible.
Ninguno parece reparar en mi presencia anodina que me hace invisible.
Voy sin maquillar, mi largo pelo negro lo llevo bien peinado y recogido. Pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta con el logo del Manchester
United, mi equipo favorito. Al hombro, La mochila azul de la universidad donde curso estudios de filología inglesa, y un libro en la mano, para leer algún pasaje que calme mi espíritu atormentado. Podría decirse que entro dentro del baremo que me calificaría como ciudadana británica y cosmopolita.
Delante
de mí se para una pareja de jóvenes, deben ser novios, pues escucho palabras suaves casi
susurradas, sorprendiendo tocamientos cariñosos. Seguro que ambos tienen
proyectos en común y mucha ilusión por llevarlos a cabo. Presiento que cada uno
es el portador del corazón del otro. De momento no piensan en el desengaño, o en que alguien ajeno a su relación pueda romper en un momento dado esa armonía ideal que reina entre ellos.
Un
hombre de mediana edad les flanquea, el típico Yuppie bien trajeado que seguro, y por las horas que son, se dirige a la London
Stock Exchange, para
jugar sin escrúpulos con el dinero de los demás. Un lobo con piel de cordero en
medio de un rebaño de ovejas mansas aturdidas por el ocio y el ego. Lleva su
cartera bien aferrada, como si portara lo más valioso en ella. No
augura que los bienes de esta tierra son perecederos y que no habrá beneficios por invertir en las malas acciones.
Sonrío ante el doble sentido de la frase, hoy estoy ocurrente a pesar de mi nerviosismo ante la gran prueba.
Sonrío ante el doble sentido de la frase, hoy estoy ocurrente a pesar de mi nerviosismo ante la gran prueba.
Quedan
unos minutos todavía para que llegue el tren a la estación y sigo entretenida, observando a
unos ancianos, que hacen corrillo un poco más allá de un cartel que
irónicamente anuncia una crema revitalizante para la piel.
Vuelvo a sonreír con disimulo pensando en las bromas del destino, que nos muestra de esta manera su sentido del humor más irónico, sarcástico y corrosivo. Seguro que estos individuos están asegurados a todo riesgo con una buena póliza de vida que no será más que papel mojado cuando llegue el momento.
Con lo frágil e insegura que es la existencia y lo imprevisible de los acontecimientos, seguimos depositando nuestra confianza y ponemos nuestra fe en cosas banales.
Cuanta ingenuidad, cuanta inmadurez la de los seres humanos.
Vuelvo a sonreír con disimulo pensando en las bromas del destino, que nos muestra de esta manera su sentido del humor más irónico, sarcástico y corrosivo. Seguro que estos individuos están asegurados a todo riesgo con una buena póliza de vida que no será más que papel mojado cuando llegue el momento.
Con lo frágil e insegura que es la existencia y lo imprevisible de los acontecimientos, seguimos depositando nuestra confianza y ponemos nuestra fe en cosas banales.
Cuanta ingenuidad, cuanta inmadurez la de los seres humanos.
Veo
a una madre con un bebé metido en un cochecito y un niño de la mano de unos cinco años con
el que habla animadamente sobre un programa infantil de televisión, que verán
juntos cuando lleguen a casa después de hacer las tareas escolares.
Ellos son el ejemplo del futuro imperfecto que miserablemente esperamos todos. De la esperanza en lo deseado, de lo esperado como vaticinio placentero.
Promesas tantas veces incumplidas, esperanzas vanas y cicateras. Son la imagen de un mundo que perdió hace mucho los valores intrínsecos que esos niños todavía tienen. Poseedores del amor que debería mover a esta sociedad enferma y podrida de intereses.
Ellos son el ejemplo del futuro imperfecto que miserablemente esperamos todos. De la esperanza en lo deseado, de lo esperado como vaticinio placentero.
Promesas tantas veces incumplidas, esperanzas vanas y cicateras. Son la imagen de un mundo que perdió hace mucho los valores intrínsecos que esos niños todavía tienen. Poseedores del amor que debería mover a esta sociedad enferma y podrida de intereses.
Los
veo a todos de forma general, en panorámica, mientras el convoy hace su entrada en la estación y va frenando con
un chirrido agudo de sus ruedas.
Abro el libro por una de sus páginas mientras se abren las puertas del metro y rezo por el alma inmortal de todos
ellos. Elevo la mirada al cielo inexistente, pues solo unos neones sustituyen
al sol que es tan ruin en esta ciudad gris y lluviosa que me acogió.
Y
mientras lo hago, dirijo las últimas palabras que saldrán de mi boca al creador
de todo. El único que posee el amor suficiente para perdonar. La vida eterna con la que recompensarnos. Al lahu ákbar. Él como único tesoro
que merece la pena poseer.
Estoy convencida que hoy recuperaré la inocencia que perdí cuando ingresé en el engranaje corrupto y tiránico de occidente...
Estoy convencida que hoy recuperaré la inocencia que perdí cuando ingresé en el engranaje corrupto y tiránico de occidente...
En
unos segundos una fuerte explosión cuyo foco primigenio es la mochila de Aamaal*, destroza tímpanos, desgarra cuerpos, y quiebra mamparas y cristales.
La
sangre salpica los suelos y las paredes. El olor a quemado junto al humo fluye
por los respiraderos de la estación de Bayswater, que hoy deja de ser una bahía subterránea de aguas tranquilas en medio de una ciudad agitada por el caos.
Derechos de autor: Francisco Moroz
Este relato participó en la comunidad Relatos compulsivos en la sección de: Reto especial.