miércoles, 9 de septiembre de 2015

Amargo amor de abandonado




Meditabundo estoy, cabizbajo

rememorando tiempos pasados,
recordando tu suave y callada brisa
tus pausados pasos, 
cuando estabas a mi lado todavía
junto a mí.

Las palabras de amor eran fluidas 
como el agua,
las únicas que podían salir de nuestros labios. 
Palabras y besos palpitantes,
ansiados encuentros entre ambos.

Te añoro y lloro,

en realidad la vida sigue irrebatible
pero sin ti cambia todo.
Todo es lento, espeso, doloroso.
Náufrago sin tu presencia amada,
sin tu mirada de luz. 
El despertar huérfano de caricias.

Feliz no obstante porque conocí la dicha,
entristecido al perderte. 
Tonto fui al no decirte a cada instante
lo que te veneraba,
ya no hay remedio.

Me arrepiento y se que es tarde, 
no es admisible el chantaje
me quedé sin argumentos;
de esos que esgrimen los necios
cuando la suerte les huye.

Y es que el amor es pasajero tan mudable,
que hoy es y mañana vuela.
Sin comprender por qué marcha, 
por qué emigra y te abandona
olvidando lo gozado,
reviviendo lo sufrido.

Pasan las horas en agonía perenne,

comprendo que es todo pasar fugaz 
sin freno en el corazón.
Que todo sana al final
con cicatrices terribles.
Es la triste realidad :
perdura la soledad y los recuerdos sublimes.

El desamor de lo amado antagonista es,

si eres querido mera fortuna.
Fortuna aciaga tal vez.
Pacto escrito con tinta amarga, 
eco lejano que avisa 
de previstas muertes anunciadas.

Solo me quedan quimeras rotas,

vínculos leves y amores vacuos.
largos silencios y espacios amplios.
mis manos frías sin otras manos;
ojos cegados de tanto llanto.

Algunos años de oscura suerte,
la soledad lacerante que cierra el puño.
y una existencia lejos de ti, 
cerca de tantos
que no son tú.



Derechos de autor: Francisco Moroz

viernes, 4 de septiembre de 2015

El de Durrutti 2ª parte



                                                            Si quieres leer la primera parte: AQUÍ



                                                                 18 de Noviembre de 2014- Madrid
                                                                         (reflexiones de un médico)

La actividad rayana en el paroxismo, es en muchas ocasiones demencial.

Mi vocación me costará un disgusto, pero me agrada demostrar que el ser humano es frágil, una nonada universal con mucho orgullo y soberbia y gran capacidad tanto destructiva como de superación.

Me llamo Oscar Pinedo y soy médico residente de este hospital cuyos comienzos tuvieron tan triste historia y que tiene más años que el Carracuca ese, que vete tú a saber quien era.


Mi pasión por la medicina surgió a raíz de una herida que se hizo mi hermano pequeño en los columpios, tenía yo por entonces 10 años, diez años de infantil ingenuidad y pureza de alma. ¡Quería salvarlo del dolor! ¡Quería curar sus lágrimas antes que su corte en la rodilla! y le hablaba mirándole a los ojos, restando importancia a lo que no la tenía. Al comprobar que mi hermano pequeño se calmaba y lograba sonreír olvidando su dolor, decidí que mi profesión en adelante, sería la de ayudar al que me necesitara. Como persona ante todo, como médico después.


Sigo siendo un ingenuo que cree en el ser humano, a pesar de haber visto de todo, sigo pensando que somos más que carne, huesos y fluidos. ¿Los pensamientos y los sueños son sólo impulsos eléctricos neuronales? ¿Las emociones y los sentimientos sólo reacciones químicas?¿Y la capacidad de amar y odiar y sufrir sólo reflejos instintivos? ¿Y eso que llamamos fe? ¿Eso qué es?


No todo tiene porqué tener una respuesta científica. ¡Quizá! porque la ciencia no ha avanzado lo suficiente como para obtenerlas; pero aún así y todo, me resisto a conformarme con las soluciones más fáciles de entender. 


El ser médico no es ninguna bicoca, ni te otorga privilegios envidiables; más bien te impone sacrificios continuos desde que entras en la facultad. Muchas horas robadas al sueño para dedicarlas al estudio, para sacar una carrera y especializarte, para hacer cursos añadidos que te aportarán más conocimientos y así poder conseguir una plaza donde poder ejercer y demostrar de esta forma, que la vida es lucha apasionada por conquistar lo inconquistable.


La satisfacción de poder ayudar al semejante muchas veces se ve frustrada por la burocracia del papeleo y el politiqueo que se inmiscuye como tumor cancerígeno en un organismo vivo.

Pero eso no me hace perder las esperanzas ni las ilusiones; Tampoco me hará apearme de la burra de mis creencias, de lo que siento con las entrañas y de lo que me dicta el corazón.

Al hablar con los pacientes y preocuparme por sus dolencias, encuentro algo que no puede sentir cualquiera al lado de otro ser humano: Las desnudez del corazón, la entrega que hace ese hombre o esa mujer de su vida más profunda, poniéndola en tus manos ¡Tanta es la fe que ponen en ti!¡Tanta la necesidad de que otro ser les escuche para sanar heridas más profundas que las que solamente sangran! que es difícil desconectar de esa realidad.


¡Creo en los milagros! en el poder de curación de las palabras. De las palabras que se pronuncian con sinceridad y ternura, las que proporcionan consuelo e intentan acariciar los lugares donde las manos no pueden acceder; donde el dolor es a veces tan intenso, como para hacer llorar y gemir con tal vehemencia que los calmantes y las drogas no pueden acallarlos.


La medicina no es una panacea, pero si una herramienta con la que poder aliviar, tonificar, curar, revitalizar, desinfectar, sajar, coser, cauterizar y vendar los males y las heridas. Pero la ciencia médica nunca llegará a esos lugares recónditos donde hombres más sabios si eran capaces de llegar en la antigüedad.


Y ahora, por si fuera poco, la batalla que se está librando en este hospital es de órdago a la grande: Los políticos de siempre quieren privatizar el sistema y nosotros médicos, enfermeras y pacientes, nos oponemos con ganas. ¡Siempre dando guerra! Por aquí no pasarán mientras haya un mínimo de conciencia y sentido común... 




                                                                                          Derechos de autor: Francisco Moroz




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