Nada más regresar a casa y abrir la puerta noté las malas
vibraciones que fluían a través del pasillo. Esa atmósfera densa en la que se
podía masticar la tensión.
Saludé no obstante por si hubiera alguien, pero nadie me contestó,
o al menos ese alguien no quiso hacerlo.
No le di mayor importancia al asunto y me dirigí al baño para
asearme rápidamente y sentirme fresco después de la jornada agotadora en la
fábrica. Por el olor que había aspirado al entrar, hoy se preparaba algo
sabroso en la cocina. Mi mujercita es buena cocinera y lo demuestra cada vez
que me sorprende con esos aromas y sabores culinarios.
Con lo cual, suponiendo que ella se encontraba realizando
alguna maravillosa especialidad gastronómica, dirigí mis pasos hacía allí,
donde un estómago hambriento dirige a unos obedientes pies.
Nada más asomar por la estancia me percaté muy tarde que no me
había metido en la cocina, sino en la boca del mismísimo lobo, personificado
este, en la figura femenina de mi consorte.
Su cara era la fiel estampa de una de las furias mitológicas y su
actitud ejemplo de posesión diabólica; hablaba sola mientras caceroleaba y
echaba utensilios a la pila y removía un sofrito en una sartén con inusual
energía y brusquedad.
Cuando la saludé pegó un brinco del puro sobresalto al no esperar
mi presencia. Comprendí el porqué de la falta de respuesta ante mi anterior
saludo al entrar en nuestro hogar: No me había oído, pero esta vez sí que lo
había hecho, y en cuanto se recompuso de la sorpresa me miro echando chispas
por los ojos y el que tuvo que oírla fui yo. Empezó a decirme:
-Tú y tu santa madre me tenéis hasta la coronilla. –Esto lo hacía
mientras sostenía una cuchara de palo en la mano como una herramienta mortal.-
-¿Pues qué le pasa a mi madre? ¿Y qué he hecho yo para merecer tal
recibimiento?
-¡Nada, el señorito no ha hecho nada! ¿Quizás que la has dicho que
viniese a comer hoy que no tenía plan ni previsión de que lo hiciera?
-Mujer, es mi madre, y me llamó anoche porque tenía ganas de
vernos y me preguntó si era buen día para venir.
-¡Eso mismo es lo que pasa! ¡Y aún te parecerá poco! –Respondió.
-¿Porque yo no cuento? ¿A mí no se me consulta si me viene bien o
mal? ¿Yo soy el mero instrumento para preparar la comida para complacer a la
mamá y a su hijito? ¿Es eso? ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Esto termina aquí!
Dicho y hecho, había soltado el cucharón de forma rápida e
inesperada, y con la misma soltura y no sé bien como, vi aparecer otra
herramienta en su mano, una que podía ser perjudicial y que me hizo sentir
inseguro. Un cuchillo afilado que parecía soltar los mismos destellos asesinos
que su portadora.
-Tranquilízate mujer, -le dije, a la vez que levantaba las manos
como símbolo de rendición-
-Sabes que estas cosas son inesperadas y tienes que decidirlas en
el momento, sin consultar a terceros.
Ese fue mi gran error, no mediaron más palabras. Ella me lo había
lanzado al pecho.
Vi con sorpresa como, en mi camisa blanca se formaba una mancha
roja que se extendía, mientras goteaba hasta el suelo formando un pequeño
charco salpicado con trozos de lo que parecía carne picada. Entonces
comprendí con horror lo que había pasado. Creí morir en el momento en que me
percaté de que la muy…
...Me había tirado al pecho el bol, lleno de esa salsa a la
boloñesa que sabe que me gusta tanto.
Con su
acción me daba a entender que la conversación había concluido, y que hoy me
quedaría cabreado y con hambre.
Ella sin embargo siguió troceando con la afilada herramienta de
cocina, una lechuga.
¡Tan frescas las dos y como si nada!
Derecho de autor: Francisco Moroz