Mucho tiempo sin estar tan nervioso. Hace solo unas horas que me citaron mediante un escueto mensaje de voz; proporcionándome la dirección a la que he llegado. Atravesé ruidosas calles y un parque donde los niños corrían en sus alocados juegos. Pasé junto a un banco donde presentí a un anciano echando de comer a las palomas. Todavía me parece oír el zurear de las aves y el agitar precipitado de sus alas, mientras las suelas de mis zapatos hacían crujir las migas de pan duro. Os juro que sentí a mi espalda una mirada de censura por haber espantado a sus comensales.
Llamo y nadie contesta, empiezo a preocuparme pensando en una posible equivocación, cuando un sonido electrónico y un chasquido metálico interrumpen mis pensamientos negativos. Empujo una puerta maciza que da paso a un soportal silencioso; tengo la sensación de haber penetrado en una especie de templo sagrado. Intuyo la claridad de una luz fluorescente que pretende iluminar la oscuridad que siempre me acompaña. Tanteo las paredes con mi bastón, para ubicar las escaleras y cuando lo consigo las subo con prudencia. Desconfío de los ascensores claustrofóbicos.
Quiero convencerme de
que esta vez será la definitiva tras repetidos intentos
infructuosos. O puede, que a pesar de todo, mi deseo sea inalcanzable.
Antes
de llegar al descansillo reconozco el perfume de la persona que me agarra
suavemente del antebrazo y me introduce en la estancia. Barrunto su sonrisa cuando dice: ¡Por fin
Ramón! te han adjudicado un perro lazarillo.