A la caída del sol y en esa playa en concreto, los
dos compañeros se tumbaban en la arena. Semidesnudos, libres. Contemplaban el
cielo según este se oscurecía y se convertía en un campo cuajado de puntos
luminosos. Se entretenían en darles formas de animales de guerreros o seres
inauditos.
Significaba para ellos un mundo paralelo,
inalcanzable y desconocido, pero sobre todo lleno de misterios. Cada noche era
una nueva aventura en la que poder recrear su imaginación.
Estrellas que aparecían o desaparecían según la
estación, posiciones diferentes de algún conjunto de ellas. Las que brillaban
palpitando como corazones. Algunas dejaban estelas de fuego o humo en su caída
libre hacia el horizonte.
A ambos les fascinaba ese tapiz nocturno sobre
sus cabezas, paralelo a ese otro que tanto les atemorizaba y se desplegaba hasta
el infinito, allá, al frente. Desbordante de agua salada y previsiblemente de
monstruosas criaturas acechantes del que se atreviera a navegarlo.
En la aldea les avisaron que no se tomaran a
broma lo que observaban en la bóveda celeste, pues las deidades hablaban a través
de los astros. Hacía poco apareció la que nombraron la ‹‹estrella de la mañana››
se pudo ver en pleno día. Otro suceso
oscureció el cielo inesperadamente durante un gran intervalo de tiempo.
Presagios, de que alguna calamidad podía acaecer de forma inminente.
Una mañana de octubre, divisaron tres naves
gigantes meciéndose en el agua. El pueblo de los Taínos estaba a punto de contactar
con nuevos dioses.



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