–Bien, empecemos, suéltate y libera toda la tensión, sin cortapisas, no te reprimas. ¿Tienes ganas de hablar? Pues hazlo que te escucho.
–
¿Pero tú eres tonta o qué? ¿Crees que me chupo el dedo y no sé lo que pretendes
con esa actitud tuya de mosquita muerta complaciente y conciliadora?
Que
mucha culpa de que nuestro matrimonio haga aguas es de tu madre, que desde que
nos casamos no para de meterse donde no la llaman; esa mujer que cuando se
asoma a la ventana piensa el vecindario que la casa está embrujada. La misma
que te dice que si lo que deseabas era a alguien a tu lado que te fuese siempre
fiel, tendrías que haberte emparejado con un perro. ¡No la soporto! Qué culpa
tengo yo que se casara con un marido, tan obsesionado con el futbol que no la
toca desde hace años con la excusa de no cometer falta y que le expulse de casa
con tarjeta roja.
Yo
por lo menos te intento complacer querida. Si no, acuérdate cuando me dijiste
que necesitabas más espacio y te regalé un disco duro de dos terabyte y te
amplié la cocina. Tú a cambio me ignoras, como en este instante en que pareces
no escuchar todo lo que te estoy diciendo; como si contigo no fuera la cosa,
igual que si estuvieras ausente.
Y
mira que es difícil contentarte. Todo te molesta, lo que me pides y lo
contrario. Hago memoria de aquella ocasión en que te quejaste de que no era tan
cariñoso como lo era el vecino del quinto con su esposa a la que besaba todos
los días ¡Ya podrías hacer lo mismo que él! Me recriminaste. Y después de subir
tres pisos y besar a la mujer del vecino y comunicártelo cumplidamente me
sacudiste un collejazo que casi me desnucas.
O
cuando me preguntaste como te veía y te dije que muy bien, y me contestaste que
como era eso, que estabas muy gorda. Solo por decirte: “eso ya lo sé mujer por
eso te digo que te veo muy bien” me propinaste otro mamporro. Que parezco el
Vaticano con tanto cardenal junto sobre mi cuerpo.
Comprendo
que tengo mis fallos, que no soy perfecto y meto la pata más por ignorancia que
por malicia. Prueba de ello es que durante una agriada discusión entre nosotros
me preguntaste que significaba nuestro matrimonio; que qué éramos tú y yo. Te
repliqué de la siguiente manera: “Cariño el matrimonio, según la RAE es la
unión de dos personas mediante determinados ritos y formalidades legales y tú y
yo son dos pronombres. La contestación fue espontanea sin significaciones
aviesas ni dobles sentidos, pero me cascaste otra bofetada con la mano abierta,
que me tumbaste en el sillón. Después te estás quejando que estoy todo el día
tumbado, que cualquiera te replica. Creo que solo el eco tendría suficientes
redaños como para contestarte.
Muy
al contrario yo me tengo que callar y resignarme cuando me sueltas alguna de
las tuyas. ¡Claro que te explico! A ver, justifica aquella vez que declaraste
querer volver a ser feliz como antes ¿Cómo cuando éramos novios? Te interpelé,
y me soltaste: “no, como antes de conocernos” eso duele querida, de tal manera,
que me tengo que ir al bar para beber y ahogar penas. Que después me llamas
borrachuzo, pero es por causa justificada por la que bebo, que más tarde me
entra la llorera. Que no comprendes que un hombre también sufre y tiene su corazoncillo; que si te murieras, también lloraría por ti, que sabes que lloro
por cualquier tontería mujer.
–
¿Ya has terminado de desfogar, de soltar toda la mierda acumulada contra tu
esposa? ¿Te encuentras más tranquilo y relajado? ¿Dispuesto a afrontar los
nuevos retos que se te plantearán más adelante en tu relación?