Os traigo la breve historia de un labrador,
siervo de un joven príncipe, al que estaba sometido por nacimiento. Ligado a
sus tierras de por vida.
No era un gañán como la mayoría de sus compañeros de
laboreo. Muy al contrario, observaba lo
cotidiano y aprendía de ello, mostrando interés por lo que desconocía para así
comprender lo que acontecía a su alrededor. Aceptaba su condición, pero no
quería conformarse. Para ello y al igual que la tierra, intentaba cultivar su
intelecto. Pues sabía que el que siembra recoge fruto aun siendo escaso.
Por ello sabía escuchar las enseñanzas y los
consejos de los más viejos del lugar, que por experiencia acumulada sobre sus
espaldas encorvadas, no eran hueras ni vanas y si provechosas para quien las
aplicaba. Todo ello iba conformando el bagaje de nuestro protagonista, y no los
bienes materiales que se pudren o se pierden por el camino, significando tan
solo el pan para hoy y el hambre para mañana. Era considerado hombre bueno,
pues ayudaba a sus vecinos siempre que le requerían, tanto durante el trabajo
cotidiano, como apercibiéndoles sobre temas peliagudos a la hora de resolver
conflictos o prevenirse de ellos.
No eran pocas las ocasiones en las que su joven
señor requería de sus servicios junto al resto de siervos de gleba, para llevar
a cabo alguna escaramuza contra feudos vecinos. En una de esas, destacaron
sobremanera sus actitudes reflexivas, al resolver con astucia e inteligencia
una situación en la que la se vieron comprometidos frente al enemigo. Insistió
con machacona humildad ante el capitán para que dispusiese a la hueste en lo
intrincado del bosque. No precipitarse y observar. Eso daría tiempo a descubrir
las verdaderas intenciones del enemigo. Ese día no perdieron a ningún hombre al
ser pacientes y no víctimas propiciatorias del engaño urdido por las tropas contrarias,
que con salidas reiteradas de la muralla y sucesivas provocaciones, pretendían atraerlos a unas zanjas cubiertas de brea, que en caso de haber avanzado
hubiera sido prendida para prejuicio de los suyos.
El príncipe por su parte, tampoco era uno de esos
nobles que solo se ejercitaban con las armas. Él mismo, se consideraba un
sembrador del intelecto. Gustaba solazarse con la lectura de tratados,
códices, y manifiestos tanto civiles como militares. También escribía con
donosura cuentos, alegorías, apólogos y fábulas. Era para él la escritura aún
siendo joven, solaz para su espíritu y
recreo para sus horas. También practicaba la caza y la cetrería con atinado criterio.
En aquellos tiempos no eran muchos los que dominaban
las letras, solo los monjes de algún monasterio copiaban mecánicamente algunos
de los textos que circulaban por el reino. Naturalmente era costoso hacerse con
ellos y por tanto prohibitiva su adquisición. Tampoco la iglesia ponía mucho
interés en que fuesen conocidos. Con ello se aseguraba su poder sobre las almas
sencillas del vulgo. Sometidos mediante la ignorancia a una esclavitud
soterrada disfrazada de resignación por ser voluntad del designio divino.
Llegó a oídos del príncipe la fama de nuestro
labrador de la que hablaban soldados y servidumbre del castillo. Llamó al
mayordomo para que lo trajera a su
presencia. Era mucho lo que ansiaba conocer a alguien con quien poder
compartir inquietudes y conversaciones. Temiendo por otro lado, ser defraudado
por un simple patán embaucador de lengua fácil. Un charlatán.
Después de cumplimentar presentaciones y protocolos
impuestos, dada la diferencia de clases, el príncipe y el siervo debatieron largamente
sobre temas prácticos de carácter mundano. El príncipe estaba encantado con el fluido
verbo e inteligente pensamiento de su interlocutor. No obstante como prueba
inequívoca de que había encontrado a alguien capacitado para ocupar el puesto
de consejero personal, pues no era otro su deseo. Propuso a nuestro protagonista
una serie de adivinanzas a las que tendría que dar cumplida respuesta en el
plazo de una semana.
Y estas fueron las referidas adivinanzas:
¿Cuántos sillares se necesitarían para concluir la
construcción de una fortaleza?
¿Cuál es la
cosa más blanda sobre la que apoyaría un rey su cabeza?
¿Qué es aquello que ningún mortal puede ver, aún
subido en la atalaya más alta?
¿Qué es aquello que cuanto más grande se hace menos
se ve, y aquella otra que cuanto más se le quita más grande se hace?
¿Qué cosa no ha sido y tiene que ser y que, cuando
sea, dejará de ser?
Con ello príncipe y labrador se despidieron
amistosamente en buena hora, citándose para cuando el segundo encontrase las
respuestas a los enigmas propuestos.
Nuestro protagonista encontró las soluciones. No en
vano fueron muchos los años durante los que observó la naturaleza, su entorno y
sus gentes. Utilizando a partes iguales lógica e imaginación. Llevó
puntualmente las respuestas a su joven señor. Nombrándolo este con pronta premura su consejero personal. Convirtiéndose en cuasi pares
inseparables con el paso de los años. El humilde labrador medró en la corte, dando consejos acertados
al príncipe que impartía gracias a ellos, justicia cabal. Resolviendo cuitas de
manera inteligente e ingeniosa.
Por ello, gentes que habéis escuchado pacientemente
a este juglar, os dejo la moraleja final de esta historia que aún no siendo veraz,
encierra verdades significativas para esta sociedad de la que formamos parte.
«El hombre que cultiva el intelecto es tolerante. No dice todo lo que piensa, pero sí piensa
todo lo que dice, llegando a donde se propone gracias a su tenacidad y preparación.»
Derechos de autor: Francisco Moroz
Las respuestas a los enigmas planteados son:
- * Uno.
El último.
- * La
mano. Pues hasta debajo de una almohada de plumas la metemos para reposar.
- *
Su
propia espalda.
- *
La
oscuridad y un agujero respectivamente.
- *
El
concepto de «mañana»
Si fuisteis
capaces de resolver los acertijos sin mirar la solución, ya sois buenos
consejeros y personas de fiar.