Miedo no era la palabra adecuada para definir lo que sentía en estos momentos. terror más bien era la correcta.
Y es que desde que había llegado a la estancia donde me hallaba encerrado, no había dejado de temblar. ahora era peor con ese sudor frío que me recorría la espalda helándome la espina dorsal.
Estaba sumido en un caos mental de confusión, no reaccionaba ante los estímulos, como paralizado ante la visión de esos hombres grises y anodinos que nos miraban desde arriba, controlando hasta los mínimos movimientos que pudiéramos realizar.
Y es que no estaba yo solo en la habitación cerrada, otros tantos como yo, de distintos sexos pero aparentemente de la misma edad, estaban en las mismas condiciones de reclusión. Codo con codo sin poder mirarnos ni dirigirnos la palabra.
No era comprensible lo que tenía delante, un gran enigma a resolver, como el planteado por las esfinges a los caminantes insensatos que pretendían pasar junto a ellas. Tributo necesario era el adivinar sus preguntas para que franqueasen el paso. Si no eras capaz de resolverlas, caías fulminado por un rayo diluyéndote en el olvido de las cenizas.
¡Dios mío! Gemía mentalmente ¿Cómo he llegado a esto? ¡Ayúdame! ¡Inspírame! ¡Échame un cable!
El sacrificio de mi inmolado tiempo libre dedicado al estudio junto a mi mente preclara, marcarían la diferencia entre la libertad o el fracaso.
La respuesta a tanta angustia se encontraba dentro de mí desde el principio: La tortura acabaría en el instante en que saliera del aula, una vez terminada la prueba de selectividad.
Derechos de autor: Francisco Moroz