Aquél día trascurrió sin nada reseñable que debiera destacar para los anales de mi cotidiana historia,
todo lo habitual, todo lo rutinario, todo rayano en el aburrimiento: jornada de trabajo, pequeñas conversaciones referidas al mismo, algunas compras, contacto esporádico con algún vecino, un par de llamadas telefónicas, unas risas en el bar con unos amigos del barrio, una rápida visita a mi anciana madre ... Pero llegando al final de la jornada algo me mantenía inquieto y no sabía cierto de lo que se trataba. Como un resquemor dentro de mis entrañas, un desasosiego angustioso que me mantenía los nervios a flor de piel.
Un pequeño detalle se me escapaba y me tenía en vilo, incluso no me dejaba dormir.
Ya en la cama, hice balance, de forma en que los entendidos en literatura llaman "Flashback" algo así como una marcha atrás en el tiempo pero a cámara lenta, para que no se pasase por alto ningún detalle... y nada. ¡Bueno sí! algo había: el recuerdo de un pequeño reflejo latente en una pequeña superficie acuosa en movimiento de un ser despreciable que me causaba cierto temor.
Algo sin importancia aparentemente, pero a lo único que podía achacar mi desazón e incomodidad.
Fui profundizando en ese pequeño suceso que mi cerebro clasificó como algo pasajero e irrelevante archivándolo en un rincón de mi subconsciente para no ser recordado, pero que mi consciencia mantenía bajo un foco de escenario, para señalarlo, marcarlo, y mantener despierto mi intelecto impidiéndome descansar.
Fui profundizando en ese pequeño suceso que mi cerebro clasificó como algo pasajero e irrelevante archivándolo en un rincón de mi subconsciente para no ser recordado, pero que mi consciencia mantenía bajo un foco de escenario, para señalarlo, marcarlo, y mantener despierto mi intelecto impidiéndome descansar.
Al final el sueño llegó a mi abatido cuerpo, un dormir revuelto, intranquilo, en el que mi "Pepito Grillo" seguía trabajando y a lo suyo.
La pesadilla hizo acto de presencia. Recuerdo un ser grotesco con rasgos deformados por la violencia o la locura, alguien fuera de sí gritando y un cúmulo de sensaciones negativas: miedo, incomprensión, dolor, pena, sufrimiento. y un diminuto reflejo que me imitaba exageradamente en una gota de agua.
Desperté al momento y comprendí horrorizado que es lo que atenazaba mi corazón en franca congoja.
Habitualmente mi forma de ser es tranquila. Se debe a la educación recibida que mi comportamiento sea el correcto. Suelo respetar las normas elementales del saber estar en sociedad; pero hay algo que me irrita sobremanera: que me lleven la contraria cuando creo llevar la razón. Mi talón de Aquiles, mi punto débil
en las relaciones con los demás.
en las relaciones con los demás.
Comprendí el sueño y lo que en el se representaba.
El ser grotesco era yo. Meridianamente yo, reflejado en algo tan diminuto como una lágrima.
Era el monstruo que se escondía tras mi personalidad, ese que intentaba domeñar sin conseguirlo a diario, y que resurgía cuando la situación le era propicia.
Aquel día y de forma desaforada hice llorar a alguien muy querido: a mi madre. Enferma, anciana y un poquito sorda. Hablé con ella y no consiguió comprender lo que yo le comunicaba, malinterpreté sus respuestas y perdí el control como siempre. Llevaba mucho tiempo perdiendo los estribos en cada encuentro y ella lloraba, y yo me reflejaba en sus lágrimas sin darme cuenta de la mutación que se realizaba de mi persona en ese ser repugnante, violento y desalmado que era capaz de hacer sufrir a un semejante; torturándolo hasta causarle dolor de alma.
Esa misma noche la llamé y la pedí perdón, como sólo los necesitados de redención son capaces de pedirlo sabiéndose condenados.
Al día siguiente no fui a trabajar, ni al bar con los amigos. ¡Eso sí! hice la compra: Un gran ramo de flores para mi madre. Pasé el resto del día con ella, diciéndole lo mucho que sentía el trato que había recibido por mi parte y confirmé lo mucho que la quería, prometiendo desde un hondo pesar que aquellas situaciones no volverían a producirse. Ahora el que lloraba como niño era yo.
Me acarició las mejillas, me envolvió con su sonrisa más cálida y me abrazó como sólo lo saben hacer las madres, dando por zanjada la conversación al respecto. Sin rencor, sin recriminaciones.
Ese mezquino ser que se agazapa en cada uno de nosotros y es capaz de asustar e infringir dolor, está ahí. No seremos dignos de llamarnos hombres, si no somos capaces de domar esa bestia descerebrada y violenta que llevamos dentro. Esa que infringe dolor a los débiles y es capaz de maltratar la fragilidad de lo más amado.
No la llaméis violencia de género, ¡Es absurdo! no hay género para la violencia ni forma de excusarla.
No la llaméis violencia de género, ¡Es absurdo! no hay género para la violencia ni forma de excusarla.