Desde pequeña era verdadero terror lo que sentía cuando mi madre, me cubría con el cobertor y después de besarme y desearme las buenas noches apagaba la luz. Todo mi cuarto quedaba sumido en la tiniebla más absoluta y atroz y yo creía morir.
Mis ojos veían seres agazapados en las esquinas y me imaginaba criaturas acechantes debajo de la cama y metidas en el armario. Asesinos esperando el momento idóneo para atacarme e infligirme sufrimientos inusitados antes de acabar con mi vida.
Todo ese pavor y desasosiego se acababa cuando alertada por mi llanto o mis gritos, mi madre acudía a mi para consolarme y disipar mis miedos, haciéndome ver que todo eran sueños e imaginaciones mías. Rodeándome con su abrazo y propiciando mi sueño tranquilo.
Esta noche no iba a ser una excepción. Estaba desesperada desde que había oído ese, casi inapreciable sonido que podía haber sido originado por cualquier cosa: el aire en la ventana, un animalillo nocturno, el crujir de una viga, o la dilatación de la estructura de la casa, una tubería...¡Cualquier cosa!¡Ese era el problema! que podía ser cualquier cosa; y yo estaba temblorosa a la expectativa, con mi oído atento cual radar de la NASA para detectar alguna consecución o repetición de ese ruido percibido.
Lo volví a escuchar, quedo, como contenido, para no alertarme, pero eso me creó todavía más ansiedad y sudores fríos.
¡Dios mio! hoy podía ser la noche definitiva en la que mis terrores nocturnos fueran verosímiles y yo tuviera razón. Alguien me acechaba hacía años y ¡hoy, justo hoy! ese alguien quizá consiguiera su propósito de perpetrar su aberrante delito sobre mi persona.
Me encogí debajo del edredón que imaginaba blindado y resistente ante cualquier agresión exterior; falso presupuesto naturalmente, pero consolador.
Ese sonido se repitió pero de manera diferente, un crujido en la tarima de madera del suelo, como pasos disimulados y cautelosos que parecían provenir del largo pasillo.
Sudaba, tiritaba a la vez a causa de un frío interno que me recordaba a pasadas gripes y temidos exámenes de fin de curso.
¡Si! Eran pasos lo que percibía ¡Seguro que lo eran! y cada vez más cercanos. En mi cabeza ya oía gritar a la pequeña niña, conformando las dos únicas sílabas que me daban cierto alivio y me salvaban de la sensación de desamparo: ¡Mamá!
¡Justo entonces! oí el esperado sonido chirriante de la puerta mal aceitada de mi habitación, abriéndose despacio, creando esa tensión de película de mansiones habitadas por espíritus y casas fantasmales. Cubículos donde los secuestradores encerraban a sus víctimas; poniéndole para más I.N.R.I, la música de la escena más conocida de Psicosis.
Los pasos mullidos de animal cazador se acercaban a mi cama, como el de los lobos ante las presas acorraladas; mi sangre estaba a punto de verterse, estaba a unos segundos de dejar de existir. Noté su aliento en mi cara cuando se apoyó en el colchón de la cama y oí sus palabras antes de poner fin a mi vida...
Iba a gritar, era lo último y lo único que podía hacer para crear un paréntesis, una reflexión antes de mi inminente final.
...Escuché sus palabras balbucientes, casi susurradas muy cerca de mi oreja: ¡Mamá, tengo miedo!¿Me puedo acostar contigo?
Entonces se hizo la luz en mi confundido cerebro y recordé que trascurridos algunos años, ahora la madre era yo, y mi niña acudía a mí, como yo recurría en el pasado a mi Mamá, cuando el miedo me paralizaba y necesitaba su seguridad.
Y es que todos necesitamos una madre que nos proteja siempre, de nuestros días más oscuros.
Dedicado con mi más rendida admiración a mi madre y a todas las buenas madres, en los que su día, debería ser eterno como su inacabable Amor.
Derechos de autor: Francisco Moroz