De nuevo
las voces invadían mi cabeza, se metían adentro donde me torturaban con sus
ordenes y exigencias.
No era
capaz de soportar ni un minuto más, tenía ganas de matar para desahogar todos
esos impulsos que de alguna forma incomprensible me provocaba el oírlas.
Mis
neuronas al límite, mi sistema nervioso cortocircuitado, mi cuerpo al borde del
colapso más absoluto.
Intentaba
en vano mantener el control, evadirme pensando en cosas positivas, pero era del
todo imposible ignorarlas. Ellas repiqueteaban con violencia de campana.
Esas voces
aparecían cada cierto tiempo y desde el momento en que lo hacían mi vida se complicaba,
el día a día se distorsionaba, mi rutina ordenada se acababa.¡Todo era una pura locura!
Los pensamientos
negativos cada vez eran más frecuentes y deseaba con toda mi alma quitarme de en
medio para no sufrir esos murmullos inquisitivos, esas palabras mordaces que me fustigaban, que me interrogaban
de continuo sobre mis quehaceres cotidianos, mi forma de actuar, me responsabilizaban y me hacían considerar culpable, me recriminaban, me exigían cada vez más…
Lo hablé con mi mujer, y ella sin aparente preocupación no se le ocurrió nada más, que ponerme entre la
espada y la pared y contra las cuerdas. No se puso de mi parte en ningún momento, es más, no quería
comprender que es lo que encontraba de
molesto en oírlas.
Decidí pues, plantarme a las puertas de un profesional que aliviara mi creciente
esquizofrenia; sabía que era mi salud mental lo que estaba en juego, que no era
algo nimio.
Dudé, me
sentí como un ser ruin y rastrero al ir a contarle a un extraño mis problemas
personales, pero no me quedaban más cartuchos que quemar.
De entrada ya me presenté como futuro paciente desahuciado si es que él no encontraba
solución. El psiquiatra me recibió con esa seguridad en sí mismo, que desde el primer momento hace
creer al paciente que ha elegido al mejor.
Me estrechó la mano y me invito a
tumbarme en ese diván que parece un triclinio romano en el que te aposentas
para tomarte unas uvas como un patricio acomodado. ¡Sí! Yo iba para tragarme las
uvas, las de la ira que me desbordaba por todo mi ser.
-¡Bien!
Usted dirá cual es el problema.
-Mi
problema son las voces que oigo a todas horas cada ciertos periodos de tiempo llenando mi cabeza con malas ideas.
-Me podría
explicar qué tipo de voces oye usted.
-Voces
fuera de tono, groseras, que gritan a veces con violencia recriminando, exigiendo,
interrogando, incitándome a realizar cosas que no deseo…Otras veces son murmullos lo que alcanzo a escuchar, que me denigran, me
vilipendian y ningunean; haciéndome creer que no valgo nada y soy un
miserable gusano que no merezco la existencia que llevo.
-¿Le
incitan a realizar actos que usted no desea?
-De continuo.
Sobre todo cuando en vano intento evadirme para buscar descanso y sosiego en actividades lúdicas para escapar de la estrecha prisión en la que, esas voces convierten mi cerebro, estrujando y oprimiéndolo.
-Explíquese.
-Leer, ver la
televisión, salir a correr, se convierten en actos prohibidos. Es una pesadilla doctor, en mi propia casa no
encuentro sosiego. Discuto con mi esposa de continuo, y ella por demás no
quiere apoyarme ni darme la razón. Me da miedo enfrentarme con el origen de esas voces, podría ser nefasto.
-Le haré
una última pregunta, que quizás sea la que nos aclare su penuria-
-¿Y es?
-¿Con
cuánto intervalo de tiempo aparecen esas voces en su entorno?
Y
naturalmente como no podía ser de otra forma respondí con esa inocencia que
hace a los hombres como niños, con la sinceridad que rodea de un aura
misteriosa a los ingenuos bienaventurados de corazón.
-Las oigo doctor,
cada vez que viene mi suegra a casa.
Todavía me
pregunto por qué, el tonto del haba del psiquiatra me echó de su consulta
amenazando con llamar a la policía.
Derechos de autor: Francisco Moroz