Carmen Pinedo desde su blog, nos propuso a sus lectores un reto que consistía en escribir un relato partiendo de un cuadro de los muchos que nos ofrecía en su casa. Casas son, por dentro, habitaciones vacías de presencia, o llenas de ausencias.
Este fue mi elegido: Isla Deer del pintor: Phillip Koch
Nos instalamos en una preciosa casa con vistas al mar; nos gustaba caminar
descalzos por la arena de la playa y contemplar juntos los ocasos y
los amaneceres, siempre de la mano, felices del regalo que nos había concedido
la vida al poder conocernos.
Éramos dos jóvenes artistas que nos enamoramos
pintando en una vieja escuela de arte. Yo sentía debilidad por los paisajes y
él por el retrato. Se convirtió en un gran artista que llegó a exponer
obteniendo buenas críticas. Un gran retratista que reflejaba al detalle a sus
modelos.
Yo me convertí en su musa, la que salía reflejada en
la mayoría de sus cuadros al óleo.
El tiempo pasaba por nosotros como sobre todas las
cosas, pero el amor parecía ser eterno, quedándose a nuestro lado.
Yo le seguía admirando mientras posaba para él, y
él, sólo tenía ojos para mí.
Aquella mañana se levantó temprano para aprovechar
esas primeras luces doradas que parecen emerger del horizonte al amanecer. Yo, como tantas
veces hasta ahora, me senté en la butaca de madera blanca frente a la puerta para hacerle de modelo.
Los primeros esbozos de su pintura iban tomando
formas conocidas y hoy, ya imprimía los colores más delicados de su
paleta; los azules, los anaranjados, los violeta. Mientras rozaba la tela con sus pinceles, posaba
dulcemente sus ojos sobre mi cuerpo y me acariciaba con la mirada.
No hablábamos, no hacía
falta, hacía tiempo que con sólo los ojos nos decíamos todo: lo que
nos amábamos, lo que nos añorábamos y lo que nos dolíamos del tiempo
que no estábamos juntos.
Su pintura era el vínculo que nos mantenía unidos,
el medio por el cual volvíamos a estar en comunión.
Derechos de autor: Francisco Moroz