Ciertamente y sin afán de ser presuntuoso considero
que me encuentro en un perfecto estado físico. Desde joven he sido deportista y
eso se nota todavía en mi buen tono muscular, la elasticidad de mi cuerpo y mi
considerable agilidad de movimientos. Las arrugas todavía no revelan mi edad
aunque por otro lado ya peine canas.
Acostumbro andar a marcha rápida en mis paseos
diarios, sana costumbre que mantengo como terapia personal, al igual que
subir por las escaleras hasta el quinto piso donde vivo, evitando el ascensor.
Eso me ayuda a mantenerme en forma y a sentirme bien
conmigo mismo, al superar lo que para otros es todo un reto inasequible.
Hoy precisamente regresaba de uno de mis largos paseos
por el gran parque que se ubica cerca de mi edificio. Subía las escaleras como
siempre, de dos en dos escalones, intento medir mi resistencia en un último
esfuerzo e incluso cronometrar los tiempos que necesito para subir hasta mi
rellano.
Fue entonces cuando me la encontré casi de
sopetón al llegar a mi piso, a punto estuve de empujarla. Me sorprendió tanto
al no esperarla, que me quedé como anhelado delante de su imponente figura de
impactante presencia. El tipo de dama que todo hombre desea para sí.
Me eché hacía atrás para guardar la distancia que el
respeto exige y la pedí disculpas por mi precipitación y el choque accidental.
Ella me sonrió mostrando una dentadura blanca y perfecta, sus ojos de una
profundidad inabarcable me cautivaron de inmediato, invitaba a perderse en
ellos. Me sentía arrastrado como barco por torbellino en el mar. Las palabras
de justificación las balbucí como inseguro adolescente; debí de parecerle
ingenuo e inmaduro y presiento que un tanto ridículo con
mi fortuita confusión al verla a ella.
Cierto que me sentía intimidado por su exuberante y presentido cuerpo. Creo que
el negro vestido que llevaba puesto la favorecía enormemente y la
hacía si cabe más deseable. Se hizo perentoria mi necesidad de
conocerla, de abrazarla, de poseerla.
Entonces escuche por primera vez su voz, una voz llena
de matices modulares, una voz profunda y sensual. Insondable como el eco
en una montaña, tan íntima y a la vez tan lejana como un murmullo de agua y un
retumbar de trueno.
Se dirigió a mí para Preguntarme:
-¿Sabe usted donde vive Julián Rueda?
Mi corazón empezó a bombear sangre como después de una
de mis largas marchas, pero agobiándome el pecho como
queriéndose salir de él. Sentí ahogarme al no poder inhalar algo de aire.
¿Cómo ha podido originar una desconocida tal cataclismo en mi persona?
¡Había pronunciado mi nombre! ¡Había preguntado por
mi!¡No la conocía y ella preguntaba por mi! Como en sueños le contesté
entrecortadamente, apenas podía pronunciar las palabras seguidas, y juro que no
era a causa del esfuerzo realizado al subir casi corriendo. Fueron los nervios,
era ella la que me provocaba mi estado emocional y físico ¡Cada vez tenía más
certeza de ello!
-¡Soy yo! -Respondí.- Me
pareció oírme distorsionado y una voz interior me recriminaba:
¡Relájate chaval! que pareces un poco nervioso y precisamente a las
mujeres no les gusta esa inseguridad en los hombres.
Volví pues a repetir mi aseveración, con un
poco más de dignidad y aplomo:
-¡Julián Rueda, soy yo mismo!
-¡Ah!¡Por fin te encuentro Julián! ¡Cuántos años
siguiéndote de cerca!¡Siempre cerca, créetelo! Pero nunca era el momento
adecuado para venir a visitarte hasta ahora.
Mi corazón desbocado ya no daba más de sí con su
palpitar.
¿Cómo podía ser, que ella pudiera ser la consecuencia
de tan desenfrenados latidos que eran como latigazos dentro de mi caja torácica?
-Bien Julián! pues ya estoy contigo, soy solo
para ti, exclusivamente para ti a partir de este momento.
¡Hazme tuya!
Como en un relámpago cegador me colapsé. Había
esperado este momento toda una vida y ahora repentinamente y sin esperarlo
llegaba. Mi sistema nervioso se cortocircuitó.
Mi vista se nubló justo cuando la veía tenderme sus
brazos en ese gesto premonitorio de lo que será una entrega mutua y apasionada
de amantes en una unión inacabable.
Y en mi cabeza escuché lo que fueron para mí sus postreras
palabras:
-¡Ven Julián! ¡Ya soy tuya, y tú eres mío! Tenemos
toda la eternidad para conocernos, pero para empezar te diré como me llamo.
Mi
nombre es muerte. Y siempre fui la dueña de tu vida.
Derechos de autor: Francisco Moroz