Mi
compañero y yo llegamos rápidamente al lugar donde desde la central nos han indicado que se ha producido la alerta, vamos pertrechados con nuestro equipo al completo, por los
imprevistos que puedan surgir. Somos dos precavidos profesionales a los que
no nos gustan las sorpresas que escapen a nuestro control.
Estamos
sobradamente preparados para resolver situaciones como esta de la que nos
han dado aviso tan solo hace una hora.
Para
lo que yo personalmente no estaba preparado era para lo que ocurrió cuando el
agujero se abrió ante mí.
Empecé a sudar a pesar del frío intenso entrando en estado de shock, me empezaron a invadir las náuseas y mi organismo estresado amenazó con colapsarse.
Mis
sentidos quedaron bloqueados de inmediato, mis ojos se adentraron en el negro y
profundo pozo sin fin, que me quería engullir. Quise avisar del peligro a mi
colega, pero lo hice tarde, no le pude
ayudar, pues de forma irreversible desapareció casi de inmediato en las entrañas de ese pozo mientras yo quedaba en pie, con los brazos caídos y temblando, paralizado por el miedo a lo desconocido; por esa nada que llenaba una boca con forma de
circunferencia perfecta. Lo llamaba a gritos, por su nombre, pero solo recibía
ecos de sonidos metálicos y de golpes que presagiaban lo peor.
La caja de
Pandora se había abierto, y todo lo que ocurriera a continuación podría
representar un riesgo para mi frágil espíritu anonadado.
Si
esto era mi final, sería el más patético de los finales. Ningún ser o ente me
amenazaba de manera perceptible, pero algo parecía gobernar mi mente de tal
forma que mis músculos no me respondían. Estaba absorto y agarrotado.
Tengo
entendido que a los combatientes les ocurre lo mismo antes de cada batalla, y
que a pesar del entrenamiento intenso y continuo que reciben, nunca son capaces
de reaccionar en ese crítico momento inicial en el que se requiere la
acción inmediata.
Lo que padezco lo llaman nictofobia.
Derechos de autor: Francisco Moroz