Se despertó, abrió los ojos una mañana más. No tenía
prisa, y tumbado como estaba en la cama, se puso a pensar.
Pensó en ella, en lo bien que empezaron su relación,
de mutuo acuerdo, sin exigencias de ningún tipo. Algo fluido y natural. Ella le
dejaba su espacio personal y él la dedicaba parte de su tiempo. Se hacían
compañía y a veces incluso se añoraban y se buscaban en los silencios.
Pero hacía unos años que este idílico romance se
estaba convirtiendo en una losa; ahora ella se estaba volviendo absorbente e
incluso envolvente y omnipresente, él ya no se sentía libre como antes, sino
atado a una servidumbre que le llenaba de mucha tristeza y desazón.
Ya no la quería como antes ni la deseaba. No ansiaba
su cercanía, rehuía su presencia, pero ella siempre estaba a su lado recelosa,
perenne y árida, como un mal invierno que no quisiera dar paso a la primavera renovadora.
Y él necesitaba un cambio ¡Sí! Quizás por egoísmo,
pensó, se embarcó en esta relación sin futuro. Él y ella, ella y él. Solos, sin
querer nada del resto de los que solicitaban un poco de atención, de su amor,
de su cuidado, de su persona, de su trato.
Se convirtió poco a poco en un ser huraño y
antisocial, un hombre introvertido y esquivo.
No compartía sus vivencias y se guardaba muy mucho de
expresar sentimientos banales. Solo se comunicaba con sus congéneres por
necesidad y cuando no había más remedio.
Pero esta situación le estaba matando, apagando,
amargando, ahogando, como a la llama de una vela sin oxigeno que quemar.
Ahora estaba costeando el precio de las consecuencias de esta
común-unión con su amada, y con creces. Penando como alma condenada en el
infierno de Dante, purgando cada una de las expectativas puestas en esta
especie de tormento consentido, abocado por otro lado al fracaso más
estrepitoso.
Desde su comienzo esto no tenía
futuro, pero se empeñó en demostrar que eran los demás los que estaban
equivocados y que la situación ideal era la elegida por él. Estaba todo
controlado. O eso creía en ese momento.
Meditaba en la cama y decidió que ya era hora de
cambiar de pareja, su amante actual ya no saciaba sus necesidades, no llenaba sus expectativas, no satisfacía sus ansias de compañía y de amor desinteresado.
Se dio la vuelta en el colchón y allí estaba, a su
lado, como cada mañana. No conseguía apartarse de su pegajosa presencia ¡La
aborrecía! Debía huir, y únicamente conocía una manera de hacerlo: Buscándose a
una mujer de verdad que le llenara la existencia, una pareja que quisiera
acompañarle en el baile de la vida, y aparcar en la cuneta a esta que desde
hacía años dormía a su lado gracias a su dejadez y la fuerza de la costumbre.
Derechos de autor: Francisco Moroz