Sólo
le quedaba un cigarrillo para todo el día y no pensaba desperdiciarlo a lo
tonto. Se lo volvió a guardar y esperó sentado pacientemente.
Las
horas pasaron muy tranquilas y sin que nada interrumpiese el silencio reinante
en la estancia. Después de la cena abrieron la puerta y le invitaron a charlar
sobre temas divinos y humanos que no le interesaban a estas alturas de la
película.
El
no tenía muchos amigos y menos allí, con lo cual habló lo necesario y por
cortesía más que nada.
Cuando
por fin le preguntaron sobre su última voluntad, se palpó el bolsillo de la
camisa sonriendo.
Derechos de autor: Francisco Moroz