Me encontraba en la cocina fregando los cacharros de la comida que había compartido con mi madre, cuando empecé a oír el chirrido de su andador mal engrasado que se acercaba despacito, al ritmo de sus cansados pasos. Es tenaz mi madre con sus noventa y cinco años.
Ese fin
de semana me tocaba acompañarla y cuidarla. Ya se encargaba ella de
entretenerme con sus historias repetidas una y otra vez, cien veces contadas
con alguna nueva añadidura.
Pues ya
venía ella, como os digo, queriendo colaborar proporcionándome conversación, mientras yo recogía rápido para poder echarme una reponedora siesta y tener
fuerzas cuando tocara jugar al parchís o a las cartas, según le apeteciera.
– ¿En qué
te puedo ayudar?
– En nada
mamá, vete sentando en el sillón que voy en cuanto termine. ¿Quieres que
prepare un café? ¿Te apetece?
– Solo
si vas a tomar tú.
Y
mientras pongo la cafetera en el fuego, me suelta:
– Mi
memoria no es la que era antes.
– Eso es
la edad. La cabeza pierde ligereza y capacidad. No te preocupes.
Pasan
los minutos y el café tarda demasiado en salir. La cafetera italiana de toda la
vida ya tiene sus años. Será eso, pienso.
Pero mi
madre con agudeza mental inesperada, me dice:
– ¿Le
has puesto el agua?
Apago el fuego, la abro intentando no abrasarme las manos y compruebo que efectivamente falta el agua.
Y mientras ella se ríe soltándome a bocajarro:
– Te estás
haciendo mayor hijo mío.
Yo, empiezo
a preocuparme.