Cuando pusimos
el pie por primera vez en este orbe, nos sobrecogimos a causa de la inmensidad
de la nada y nos mareó ese único color que predominaba hasta el horizonte. Si
hubo alguna vez agua en este planeta, tuvo que ser hace millones de años de los
de nuestro cómputo terrestre. Es inimaginable viendo la sequedad y la erosión
de las elevaciones y la profundidad de algunos cráteres. Las tormentas de arena
son altamente agresivas y veloces. El planeta no está muerto en lo que se
refiere al movimiento permanente de sus dunas.
Me acuerdo
aún cuando de niño visionaba películas y veía fotos referidas al planeta, me
quedé prendado de esa belleza casi mística; estuve atento cuando mandaron las
primeras misiones no tripuladas a este lugar en el que ahora nos encontramos mis
dos compañeros y yo. Me parece mentira haber alcanzado mis sueños de llegar a
donde quería llegar. Pero ahora estaba decepcionado, lo que me parecía idílico
en sus comienzos, resultaba ser únicamente desolación a nuestro alrededor. Es imposible que nuestros científicos más reseñables pensasen que aquí pudiera
haber vida.
El caso es,
que los gigantescos telescopios electrónicos de última generación, alcanzaban en
su barrido, distancias inconmensurables que hasta hace algunas décadas eran impensables,
y algo tuvo que captar la atención de aquel selecto y cualificado grupo de
hombres de ciencia, como para haber puesto en movimiento una misión tan costosa
y de carácter urgente como aquella, en la que me hallaba involucrado.
Nuestro
entrenamiento fue duro, disciplinado y agotador. Nos dijeron que teníamos que
estar preparados para la sorpresa, para lo inédito. Y con ello se referían a
que podríamos encontrar vida en este mundo; no vida en forma de partículas,
microorganismos, células o átomos dispersos ¡No! Vida completa, como la entendíamos
en el planeta del que procedíamos.
Algo habían
visualizado las cámaras a través de las inmensas lentes instaladas en el Monte
Palomar. Querían asegurarse que no habían sido interferencias u ondas contaminadas
a causa de las tormentas electrostáticas espaciales.
Y aquí estábamos,
con nuestros equipos de eco localización, radares sofisticados que nos alertarían
de movimientos inusitados en el entorno inhabitable en el que nos hallábamos en
ese instante. Antenas que detectarían cualquier sonido ajeno al que pudiéramos hacer
nosotros.
Pero de
momento todo era silencio e incertidumbre.
Fue entonces, durante una de mis salidas en solitario, mientras mis compañeros dormitaban en sus habitáculos,
cuando aquello que era imposible que ocurriese, ocurrió.
La nave se
encontraba posada a unos quinientos metros de la zona en la que me encontraba,
una conocida con el nombre de Home Plate.
En su lecho
rocoso lo vi por primera vez, agachado, como rebuscando algo que se le hubiese
perdido. Levantó su cabeza y me vio a su vez, pero no hizo ademán de huir ni
esconderse; y aunque la distancia no me permitía la percepción de los detalles,
creí leer en su rostro un gesto de sorpresa mientras se acercaba sin miedo.
Cuando
estuvo a mi lado comprobé que se trataba de un personaje que me preguntó en mi
propio idioma:
-¿Has venido
en tu avión?
Antes de
poder responderlo me volvió a preguntar:
-¿Has traído
el cordero que te pedí?
A punto del
colapso y ante mi incomprensión el personaje me aclaró que seguía su lucha particular contra las semillas de baobab.
-¿El
Principito? -Le interrogué.
De pronto
una gran conmoción y un pitido agudo me arrancaron de mi recurrente sueño. Uno
de mis compañeros me informó que se habían activado los sensores y que un
pequeño ser, se acercaba a la nave.
Haríamos historia.
Derechos de autor: Francisco Moroz
Código de registro: 1605087458066