Se dice que cuando ves a la persona asignada por el
destino para acompañarte en tu vida, la reconoces al instante y quedas tan
prendado de su presencia como de una música hipnótica que una vez que la
escuchas no puedes dejar de silbar.
Este pensamiento me asalta mientras me hallo concentrado
en el dibujo.
Mi trabajo consiste en ayudar a los inspectores de
policía en las investigaciones en las que hay un sospechoso de haber cometido un
crimen y hay a su vez una víctima que sobrevive, o un testigo que lo ha visto
todo y conoce sus facciones.
Es entonces cuando me avisan y me persono con mis bártulos
de dibujo para intentar definir en la medida de lo posible, el retrato bocetado
del delincuente en cuestión.
No miento si digo, que he llegado a ver cientos de personajes
de lo más variopinto, hombres y mujeres con todo tipo de rasgos soeces y remarcables
con los cuales poder reconocerles en su nueva situación de busca y captura. Prácticamente
todos han sido reconocidos y atrapados. Cuestión de percepción y habilidad.
Pero ahora, en este instante, mientras voy perfilando los
rasgos a carboncillo del rostro que tengo delante de mí, solo puedo ver el de una
mujer atractiva de faz ovalada, pelo largo y moreno, ojos almendrados que a su
vez me mira desde el papel que tengo en las manos.
Se lo enseño al testigo y este confirma con la cabeza que
es ella la que se encontraba cerca de la escena del crimen: un triple asesinato cometido en uno de los chalets del
vecindario.
Lucho contra las emociones que me produce tal afirmación.
Debo de ser imparcial y objetivo en el desempeño de mi labor, pero no puedo. Presiento que ese rostro pertenece a la mujer de mi vida, la que compartirá en
el futuro mis sueños y proyectos.
Con la excusa de unos últimos retoques, recorto la
melena, alargo el rostro, achato la nariz y aclaro el pelo.
Tengo para encontrarla hasta noviembre, si la atrapan
ellos antes, habré perdido a la persona asignada por el destino.
Derechos de autor: Francisco Moroz.