Érase una vez una república pequeña, independiente,
casera y de propiedad vertical, donde vivían una pareja de seres humanos que
querían ser felices como pretenden serlo todos los personajes de todos los
cuentos clásicos que se escribieron y se van contando por ahí.
Ellos tenían su territorio de ochenta metros cuadrados
bien organizado, administrado y decorado con armonía. Propiamente no reinaban
ellos, más bien lo hacía el acertado criterio de lo minimalista y el buen
gusto.
Todos los días salían de casa a batirse el cobre contra
duras jornadas laborales, como si se tratase de dragones disfrazados para no
causar el pavor que da enfrentarse contra un trabajo mal remunerado y exigente.
Pero era la única manera que tenían de ingresar peculio en las arcas, para poder
hacer frente a los impuestos exigidos por la única gran señora que los
gobernaba a todos con mano firme y recaudatoria: “Una grande y libre arpía”
aunque los ministros voceros de turno dijeran por activa y pasiva que “Esa
señora hacienda eran todos”.
¡En fin!
Ramiro y Juliana, que así se llamaban dos de los personajes
principales de nuestro cuento, pertenecían a ese tipo de personas que tras el
censo de acatamiento obligado, fueron clasificados como “de la tierra media”.
La jerarquía era clara: Primero la familia real, el alto
clero, el ejército y la nobleza, la burguesía, los políticos evasores de
impuestos. Unas auténticas bestias corruptas en su gran mayoría. Y por último,
la clase media que reunía a los artesanos, obreros, curritos inclasificables
entre los que destacaban los becarios. Y al final de la cadena de
despropósitos, los parados de larga duración.
En este entorno subsistían estos dos, casi siempre
remando contra corriente de modas y modismos habituales. Eran lo que se dice de
lo más convencionales, sencillos y moderados; con su puntito de originalidad y
a veces de extravagancia.
Al menos así eran hasta que todos los proyectos de su vida
en común parecieron derrumbarse como los naipes de “Alicia en su país de las
maravillas”. Toda la ilusión acumulada durante los años de espera en un futuro halagüeño
junto con las ganas de realizarlos, se desvanecieron como el sueño que era, y
todo era engullido por una densa niebla de pantano tenebroso, donde habitan
esos seres indescriptibles, incomprensibles e incómodos para la mente humana llamados
“Dudas” y “Miedos”
Y es que Juliana se quedó embarazada a causa de unos
polvos mágicos en una noche de luna llena donde se oyeron aullidos ajenos a los
lobos. El sobresalto y el terror a lo desconocido no fueron causados por la
preñez de ella, sino por lo que se les venía encima: Esa responsabilidad de un
tercero en discordia con el que compartir los bienes y los dones que poseían,
entre los que se encontraba como el más preciado el tiempo disponible que antes
era solo para ellos y sus ocios.
Pero cuando los ancianos sabios dicen que: “No hay que
lamentarse de lo malo porque siempre puede ocurrir algo peor”, suelen tener
razón como viejos que son, aunque los lugareños se empeñen en aislarlos en
residencias asistidas para quitárselos de en medio alegando que nada más que
dicen tonterías.
Y lo peor ocurrió cuando ese bebé que nacía presentó signos
claros de no ser uno cualquiera, de esos catalogados por los cánones rigoristas
como normales. De esos que cumplían todos los criterios establecidos por la
sociedad médico-pediátrica de la región para serlo.
Para empezar, la comadrona que asistió a Juliana ya puso
cara de circunstancias cuando cruzó su mirada con la parturienta, haciéndola sentir una incontenible desolación que le duró lo que tardaron en ponerle al niño en
su regazo. Entonces lo que experimentó fue, esa profunda paz que proporciona el amor de verdad,
el que sienten las madres cuando sostienen un pedazo de su propia vida entre sus
brazos después de nueve meses de portarla dentro ¿Qué tenía aquel precioso niño
que lo hiciese diferente? ¿Qué hizo que la partera la mirara con cara de pena?
La duda les fue despejada a los padres cuando el sanador
del centro paso a ver a la pareja de padres, para explicarles el porqué su hijo
iba a ser una persona especial desde el momento de su nacimiento.
La culpa, les comunicó, era de una bruja envidiosa de ver
a las madres cuando jugaban con sus hijos. Envidiosa cuando oía a los padres
contarles cuentos como este para que conciliaran el sueño. Envidiosa de la felicidad
que desbordaban todos cuando estaban juntos; algo que no podía arrebatarles con
pócimas ni elixires, pero si con algo llamado “Enfermedad rara” de esas que no
se alivian porque sí. Para las que no hay remedios de la abuela ni curas milagrosas,
ni casi paliativos para mitigar la desazón que ocasiona en los que las padecen
y sufren.
La bruja en concreto, les dijo el sanador, se llama “Acondroplasía” y que en concreto está especializada en
conferir a los afectados dimensiones mínimas, como por ejemplo a los enanitos
de “Blancanieves”, con cabeza grande y extremidades cortas.
Lo único que esta bruja sarmentosa no puede menguar les confirmó, es el corazón de estas personitas que son capaces de sobreponerse a sus carencias
con esa fuerza interior tan poderosa como la que poseen los caballeros “Jedais de la
Guerra de las Galaxias”.
Estos padres no se quedaron muy conformes, pero aceptaron
a su hijo como lo mejor que les pudo ocurrir, de tal forma que ese crecimiento
descompensado y desacelerado de su cuerpo lo veían retribuído con su mirada
luminosa y la gran sonrisa que adornaba su cara.
Mientras, fueron apoyados por otros miembros de afectados
que pertenecían a una logia poco conocida, como la de los antiguos masones, pero
en plan unificador y asertivo. Una fundación llamada “ALIBER” que es “como la
casa madre, como una
gran colmena donde un número importante de asociaciones se aúnan para intentar
dar a conocer las enfermedades raras”.
Víctor, que así llamaron al protagonista de este cuento,
era un niño que se integró bien en la escuela, después de sobreponerse a las
burlas y las risas de los cuatro ignorantones analfabetos que hay en toda
comarca que se precie. Los llamados “Tontos de pueblo”. Hasta en la comarca de
los “Hobitts”, que son seres de baja estatura, abundan los imbéciles, que se
han convertido en patrimonio de la humanidad aunque no estén en peligro de extinción.
En la universidad pulió las preciadas dotes con las que fue regalado por sus hadas madrinas a las que se conocía con el nombre de musas, creciendo en sabiduría y don de gentes.
El caso es que Víctor cautivaba a aquellos que se
acercaban a él. Divertido y humilde como él solo, de tal manera que sabía reírse
de sí mismo.
En una ocasión en que alguien le preguntó sobre su enfermedad, le
contestó sin ambages: Simplemente soy el resultado de un gen mutante al que
todos conocen como FGFR3, que mejora al de los robots “R2-D2 y el C-3PO” que tienen menos letras al igual que gracejo.
Participaba en todas
las actividades propuestas, incluso ayudaba a los compañeros sacándolos de más
de un apuro. Era en esas ocasiones que aprovechaba para decirles: Hay que creer
en los enanitos, nunca se sabe cuando te sacarán del atolladero. Acordaos del
famoso “Rumpelstilskin” que estaba al quite de ciertas demandas.
Se hizo popular en poco tiempo, pero tampoco quería ser
el líder ni el centro de atención, era muy suyo y le gustaba que le dejaran su espacio personal para poder inventar esos cuentos que escribía y presentaba en alguna revista local para que se los publicaran con el seudónimo de “Tyrion
Lannister”.
Que creció, es un decir para los muy optimistas, pero
jamás perdió esa sonrisa que le caracterizó junto al brillo de sus ojos cuando
se enfrentaba a los grandes retos que se le planteaban en un mundo que para él
siempre fue de gigantes. Un loco bajito que se enfrento a molinos como su admirado Don Quijote.
Su lema siempre fue:
“Mucha gente pequeña, en muchos
lugares pequeños, harán cosas pequeñas que cambiarán el mundo”
Y Víctor, que para los que no lo sepan significa
victorioso, triunfó como autor y escritor de cuentos infantiles. Con ellos animaba a los
más pequeños de los pequeños, a ser los más grandes entre los grandes, para que fueran luchadores incansables contra esa bruja llamada “Acondroplasia”; que no tuvo la satisfacción de ver derrotadas
ni infelices a esas familias que tenían entre sus miembros a seres tan
especiales como Víctor, que con “El poder de las letras”, supo vencer a esos monstruos
que por desconocimiento parecían imbatibles.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
– Ahora a dormir.
–Papá.
– Dime pequeño.
–Este cuento te lo has inventado ¿Verdad?
– No hijo, este lo escribió ese tal Víctor y aparece en este libro de historias sobre enfermedades raras que ya leerás tú solo. Cuando
crezcas.
--¿Pero yo creceré?
-- Todos lo hacemos, solo depende de las ganas que tengamos de hacerlo.
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“Si la vida nos ha enseñado algo es que todos somos iguales,
aunque con características diferentes”.
Derechos de autor: Francisco Moroz
Un relato que se ha escrito en apoyo de la asociación ALIBER.
Dedicado a todos los niños con enfermedades raras.