Sus
hijos sospechábamos que la perdió a mediados de abril del año pasado, pero
ninguno podía certificar que así fuera en realidad; por ello cogí un álbum de
fotos familiares que tenía en casa y empecé a hojearlo con detenimiento.
Sí,
en las primeras fotos todavía aparecía adornada con ella, bien bonita, muy cerca de papá, de
la mano los dos. Se les veía pletóricos y felices, con un brillo especial en la
mirada que parecía hablar por sí sola de todo el futuro que pretendían
construir juntos y cómplices. En un blanco y negro que no opaca la luminosidad que irradian ambos.
Se
repite durante las siguientes hojas, hasta llegar a las que aparecen mis
hermanos, mayores que yo. Dos varones mellizos que a parte de sus trastadas, eran dos
cachos de pan de los que sentirse orgullosa, y eso lo certifican las imágenes en las que aparecían inocentes, retratados en un estudio fotográfico y en esas otras sacadas en
entornos naturales, casas rurales, a la orilla del mar, o en el pueblo de los
abuelos. Los cuatro unidos por el vínculo no solo de la sangre; algo más
fuerte que parecía habitar entre ellos, de la misma manera que cuando llegué yo a sus
vidas; la tercera en discordia, la pequeña. La niña de sus ojos y el juguete
preferido de mis hermanos. A la que hacer rabiar escondiéndole los juguetes o
utilizar como princesa prometida en sus juegos de piratas y caballeros.
Y
con la misma rapidez que voy volteando las páginas del álbum pasa la vida, y nuestros
padres seguían apareciendo rodeados de nosotros tres, siempre cómplices de
abrazos o besos. Esas manos sobre los hombros y en la cintura de los otros o colocando esos rebeldes mechones de pelo cano de nuestros progenitores para que salieran guapos.
Siento, como el amor incondicional me desborda. La sensación vibrante que no se ve, pero que se percibe con tal
intensidad que todavía hacen que me conmueva cuando las visualizo. Impresiones
en tinta de color, donde el flash dejó atrapados para la posteridad no solo
gestos, personas y paisajes. También recuerdos que se entrelazan en un antes y después
del disparo de la cámara que marcaron mi bagaje personal.
La
historia sigue adelante, según yo voy dejando el pasado atrás, según paso las hojas y
me acerco al presente, donde empieza a haber personajes nuevos que llegaron. Unos para quedarse en el entorno íntimo de la familia, otros eventuales, como
pasajeros de un tren al que subir y del que apearse.
Las parejas de mis hermanos, sus hijos. Mi pareja y los míos.
Todos, ampliando un grupo que suma y sigue.
Pero la misma vida que te da y te
añade al principio, empieza a restar y a quitarte con el paso de los años.
Se ven las sillas que dejaron vacías los abuelos, huecos que ahora ocupa el aire
frío de la ausencia. Espacios que se les reserva mentalmente al ser añorados. Se despidieron para siempre dejando huellas indelebles en las almas que nos habitan.
De la misma forma están desocupados los lugares de los que se van lejos por necesidad, pero que cuando regresan de vez en vez, los llenan con nuevas experiencias y emociones distintas. Siempre dispuestos a celebrar el encuentro, cualquier
cosa que sirva como excusa para estar juntos y seguir compartiendo.
Cuando
por fin mis dedos se detienen como en una leve caricia sobre el rostro de mi padre en
una de las últimas imágenes en las que aparece, me doy cuenta, que es poco después de aquello que mi madre sufrió su pérdida.
Mi padre nos abandonó después de una penosa
enfermedad, durante la cual, y a pesar del íntimo dolor, todavía nos fotografiamos juntos los que pudimos
estar a su lado. Alrededor de la cama donde convalecía, en su sillón preferido,
sentado a la mesa con la mirada perdida.
Ahora veo a mi madre en los más recientes fotogramas, y puedo asegurar sin temor
a equivocarme que ella perdió su sonrisa durante el mes de abril. Soy consciente que aunque las fotografías son en color, vuelven a predominar en su rostro como sin querer, los tonos grises.
Derechos de autor: francisco Moroz