Le pedí que hiciera todo lo posible para
mantenerlo con vida. El sanitario me
miró con desconsuelo para decirme que no había nada que hacer.
Que era demasiado tarde y me despidiera de él; pues no sobrevivirá por mucho tiempo. Que los efectos
del veneno ya eran irreversibles.
Lo observo todo a una distancia prudencial, desde
que llegaron a la escena del crimen no dejan que me acerque. Suplico que al
menos me permitan decirle lo mucho que le amaba. Aclararle que su muerte
inminente la ha provocado un tonto malentendido.
Y le explico por tercera vez al agente que
me retiene, que cuando entré por la puerta usando mi llave, me fui directa a la
cocina para mirar la cafetera. Que mi desconcierto fue mayúsculo cuando vi las
dos tazas encima de la encimera con parte de su contenido. Que me dirigí al dormitorio
lo más deprisa que pude y les sorprendí a los dos abrazados en la cama. Que me
paré junto a la puerta; mirándolos con desconcierto más que con enfado. Pues ya conocía de su relación amorosa desde hacía
mucho tiempo. Pero que no pude evitar sentir un poco de envidia y algo de celos.
Que en ese instante solo se me ocurrió formularles una única
pregunta: ¿Quién de los dos se ha tomado el café? Y vi en los ojos de él reflejarse la sospecha.
En ese momento comprendí lo absurdo de la
tragedia. Ella salió de la habitación corriendo, medio desnuda, para llamar a
emergencias. Y yo como una tonta me
quedé esperando la llegada de la policía.
Tantos años de asistenta al servicio de
estos dos, y se me olvidó que era la señora la que tomaba solamente infusiones
después de las comidas y no mi amante.
Derechos de autor: Francisco Moroz