Conducía con los ojos anegados en lágrimas de dolor, le habían avisado unas horas antes del accidente grave sufrido por ella y de su consiguiente traslado a urgencias.
Él conducía
lo más rápidamente que podía, se podría decir que incluso con temeridad, no
admitía el no estar a su lado en esos momentos de necesidad, ella seguro que le
estaba llamando, diciendo su nombre perentoriamente. Debía llegar como fuera,
no podía imaginar perderla y no estar presente.
Mientras su
coche rodaba enloquecido por el asfalto de la ciudad, su mente le traía los
recuerdos compartidos donde siempre eran protagonistas los dos…
... Cuando se
conocieron por Internet, el primer encuentro con los nervios a flor de piel
temiendo decepcionar al otro. El primer beso, los primeros planes de futuro. Todo el amor que se habían dedicado entregándose a la certeza de que lo suyo sería
eterno. Eran jóvenes y tenían toda la vida por delante para amarse y enamorarse
cada día el uno del otro, compartiéndolo todo.
Su palabra
favorita era: encuentro, pues ellos sabían encontrarse en cada situación. Con
las miradas, con las manos. Poseían la intuición de saber que era lo que
el otro necesitaba a cada momento.
Encuentros en
la intimidad con sus cuerpos, en público con sus sonrisas y palabras; su
relación era un puro encontrarse a cada instante…Y ahora la maldita lluvia era
la responsable de que ella estuviera en el hospital, postrada, sola, sin él,
después de que su automóvil se saliera de una carretera comarcal y cayera a un
barbecho pronunciado. Cuando la encontraron estaba inconsciente y su cabeza
sangraba profusamente.
¡No! No
quería recordar más los detalles que le contaron por teléfono desde el
hospital.
Aceleraba
cada vez más, necesitaba verla y cogerla de la mano para que notara su
presencia, no iba a ser esta la única vez en que no se pudieran encontrar.
Un semáforo
se encendió rojo, como la sangre, pero sus ojos solo veían su imagen, la de su
amada que le esperaba.
Consiguió
llegar al centro hospitalario, pero justo en el momento en que ella expiraba y abandonaba su cuerpo. Él gritó, pero no pareció oírle nadie, estaban todos muy concentrados en tapar el rostro de su chica y mover sus cabezas de izquierda a derecha como para confirmar que no
había más que hacer.
Él les
empujó para quitarles de en medio pero ella, le vio, le cogió de la mano y le miró a los
ojos dándole a entender que le amaba, que no le había fallado, que estaba allí,
acudiendo a su llamada desesperada.
La miró él a
su vez, con tanta dulzura, que se sintió liviano como el aire, el mismo que les
alzaba a ambos impulsándolos hacia arriba en un abrazo.
Como volutas
de humo se fundieron en una misma alma para continuar viviendo su amor en lo ilimitado
de la eternidad.
En un cruce
de la ciudad un coche se saltó un semáforo y aparecía destrozado junto a una
farola medio derribada. Algunas personas pedían ayuda, otros llamaban con sus
teléfonos a los servicios de urgencias y los más, contemplaban en la distancia el
cuerpo roto del único ocupante que aún a pesar de haber muerto violentamente, lucía en su boca una preciosa sonrisa de felicidad.
Derechos de autor: Francisco Moroz