Era famosa, de eso no le cabía la menor duda, por la cantidad de admiradores que tenía, uno de ellos era él, que se enamoró perdidamente desde que la conoció. Él, que no podía pasar ni un solo día sin mirar su imagen y besarla con adoración.
Era
una mujer que trasmitía un misterio indefinible, y quería ser el único en descubrirlo, en la
intimidad y sin testigos. Quería hacerla suya aunque sabía que al tratarse de
quién se trataba no sería fácil conseguirlo. Era una de las mujeres más
protegidas del orbe, una de las más codiciadas, cotizadas y deseada.
Parecía
haber hecho un pacto con el mismo diablo, siempre parecía tener su cutis fresco
y suave que incitaba a acariciarla, se moría por experimentar la sensación de
tocarla pero habitaba en el extranjero. Por lo cual, una mañana se levantó
dispuesto a cumplir sus sueños y se dirigió a ese país del que su amada había
hecho su hogar.
Cuando
llegó se quedo mirando el edificio como un pasmarote mientras se
preguntaba si sería digno de ella ¿ Le
aceptaría?¿Querría tan siquiera conocerle?
No
le pusieron excesivos impedimentos para entrar y cuando llegó ante su presencia
quedó subyugado, parecía que el universo entero se hubiera confabulado para que
esa mujer brillase en todo su esplendor. Su cautivadora sonrisa y su mirada volvieron
a enamorarle como cuando era un adolescente. Se acercó a ella, sentía sus
piernas lastradas, como con plomo, su lengua pastosa, la boca como llena de
arena. Había soñado con este encuentro y ahora que tenía ocasión, no
era capaz de hablar con ella.
Decidió pues que al menos la acariciaría y con eso sería eternamente
feliz.
Ella
le miraba en la distancia acercarse, y seguía sonriéndole. Él pensó que no le
importaría pasar la eternidad condenado en
el infierno si esa enigmática mujer le acompañaba.
Llegó
a su lado y extendió la mano hacía su cara y fue entonces cuando uno de los
guardias que custodiaban la sala se dirigió a él de manera un tanto violenta y le
comunicó que los cuadros no se podían tocar.
Tuvo que marcharse avergonzado, pero con la firme convicción de que esa noche la Gioconda sería suya.
derechos de autor: Francisco Moroz