Hoy domingo
es un día especial, celebramos el cumpleaños de nuestro pequeño Fabián.
Mientras
preparo la tarta rememoro aquellas etapas de su niñez pasada en la que fuimos tan
felices, tanto su padre como yo. Sus primeros balbuceos y llantos, los
biberones trasnochados y de madrugada. Los juegos compartidos tirados en el
suelo de su cuarto, las pataletas cuando lo llevaba al colegio.
El día en
que dio sus primeros pasos, fue en el
que nos hizo sentirnos tan orgullosos; pues era la señal de que empezaba a
valerse por sí mismo, a descubrir su autonomía y a depender menos de nosotros.
El tiempo
pasa inexorable sin tener en cuenta el sentimiento de los padres, no queremos que los
hijos se hagan grandes, pues presentimos el peligro que corren lejos de nuestro
amparo y nuestros brazos protectores. Tememos las malas compañías y los
entornos conflictivos en los que ellos se habrán de valer sin nuestros cuidados.
Pero gracias
a Dios Fabián es muy responsable y él sabe que en casa tendrá siempre a su madre que velará por su bienestar. Se siente a gusto conmigo y apenas sale de
casa. Lo justo para ver a sus amiguitos, para compartir con ellos alguna fiesta.
Ahora mismo
está en la cama, esperando a que vaya y le despierte con un achuchón y algunos besos en
los mofletes.
Hoy es un día de celebración y alegría, pero sin embargo siento tristeza al recordar todo lo que ya ha pasado por nuestras vidas, sabiendo que muchos momentos entrañables y algunas personas ya no volverán; como por ejemplo su padre que nos abandonó prematuramente, agotado por tanta responsabilidad, cansado de trabajar de sol a sol para mantener a la familia.
Hoy es un día de celebración y alegría, pero sin embargo siento tristeza al recordar todo lo que ya ha pasado por nuestras vidas, sabiendo que muchos momentos entrañables y algunas personas ya no volverán; como por ejemplo su padre que nos abandonó prematuramente, agotado por tanta responsabilidad, cansado de trabajar de sol a sol para mantener a la familia.
Estoy segura,
que en el instante en que mi pequeño sople las velas se me encogerá el
estómago y se me hará un nudo en el corazón al adquirir conciencia de que
llegará tarde o temprano ese día en que decida abandonar el nido, con deseos de
formar su propia familia y un nuevo hogar. En esa coyuntura, sentiré como un
puñal me traspasa las entrañas y por ello no deseo que llegue nunca.
Tendré que
hacer un esfuerzo para que él no detecte que he llorado ni me vea apenada a
causa de mis negativos pensamientos.
Me seco las
manos en el mandil y agarro las muletas para dirigirme al cuarto de mi hijo y
despertarlo con delicadeza y cariño. Son las doce y cuarto del mediodía, y si me descuido se le va a juntar el
desayuno con la comida.
Cuando abro
la puerta y subo la persiana me doy cuenta que su sueño es profundo; me acerco
quedito y aparto sus muñecos de peluche, le doy unos cuantos besos, y cuando abre los ojos le sonrío y le
abrazo con la fuerza que me deja mi artrosis y el dolor de espalda.
Y mientras
se despereza le digo: -Buenos días ¡Feliz cumpleaños mi niño!
y observo confusa, las arruguitas que se le formaron en la frente y que junto a unas ojeras que le
llegan al suelo, fruto de la trasnochada del sábado con los coleguitas del
barrio, le hacen parecer mayor.
¡Ay! sin darnos cuenta como se nos escurre el tiempo entre los dedos.
Derechos de autor: Francisco Moroz