Dedicado a mi madre pero también felicito a todas esas mujeres que saben esperan.
Ella y su continuo esperar.
Desde el principio obligada a
hacerlo. Primero unos cuantos meses, se le harían interminables, pesados,
y al final un poco dolorosos. Pero cuando aparecí llorando me bastó mirar sus
ojos para calmar el sollozo y conformarme con mi destino ignoto y con mi
suerte.
Fue amor a primera vista y eso que
nos acabábamos de conocer, ella me llamaba hijo y yo poquito a poco aprendí a
llamarla madre.
Ella y su continuo esperar.
Esperó mis primeras palabras con la
ilusión puesta en que fueran dos sílabas balbuceadas para nombrarla.
Esperó como esperan los seres
humildes, pequeñas cosas, fruto de tanto desvelo y enseñanza. Los primeros pasos
que di cuya meta eran sus brazos, algunos besos mojados, gratuitos y
espontáneos en su cara. Que me comiera lo que servía en el plato, era todo un
triunfo y un regalo. Una por papá y el resto por mis hermanos.
Ella y su continuo esperar.
Esperaba a que llegase mi sueño para
poder descansar un ratito, siempre velando en mi enfermedad siempre desvelada
con mis quebrantos y los miedos, enjugando lágrimas y limpiando mocos. Me
enseñó a escribir, me enseñó a rezar y a olvidar prontito los enojos.
Me hice grande como ella esperaba
que fuese y le costó separarse el primer día de escuela. No podía recogerme en
la puerta muchas veces, pues siempre estaba atareada con la compra y sus
labores. Le hubiera gustado esperarme más a menudo, y cada vez que lo hacía me
sentía importante y seguro de su mano.
Le costaban un disgusto mis malas
calificaciones o mis peleas. Me regañaba y me corregía esperando como siempre
se espera, que el tiempo, el tesón y la paciencia corrigieran mis desatinos y
que aprendiese la lección tras la caída, lo inútil de la venganza y
lo malo de la envidia.
Ella y su continuo esperar.
Pues esperó que sus consejos me
llevaran por el buen camino: Estudia, se responsable y honesto. Esfuérzate, que
el esfuerzo da sus frutos. Yo a veces le hacía caso y me arrepiento de no
habérselo hecho más a menudo.
En mis salidas nocturnas esperaba
preocupada mis regresos y me recibía preguntando ¿Qué tal fue todo? ¿Te divertiste?
Te dejé algo de cenar en la cocina.
Y después volé del nido y trabajé para formar otra familia y me
fui alejando, acercándome puntualmente a cada cita en la que poder celebrar el
encontrarnos. Y ella me esperaba a mí y a los míos con la mesa puesta, con la
comida preparada. Nos agasajaba con sabores añorados, cocinados con amor a
fuego lento, como se hacía antes de olvidarnos cómo era todo en otros
tiempos.
Ella y su continuo esperar.
Espera una llamada todavía para
hablar conmigo, y me escucha aunque ya no me oye por causa de su sordera,
espera una felicitación de cumpleaños o que recuerde el día que se dedica a las
madres. Espera que le cuente de sus nietos, saber cómo nos va la vida a todos,
esta vida tan perra que nos roba el tiempo necesario para vernos,
Siempre espera algún abrazo que la alivie de la pesada carga de la
vejez y la soledad, las únicas compañías que le sobran. Pero no teme la muerte,
pues siempre dice que tiene bastantes años asumidos que ya pesan. Que no le
importa irse siempre y cuando yo me encuentre bien cuando se vaya. Pues tanto
ama una madre, que estaría dispuesta a ser eterna a nuestro lado, con tal de
evitarnos el dolor y de librarnos de toda angustia, incertidumbre o pena.
Todo
le sobra, pues da con generosidad lo que le falta. Se conforma con nada.
Un ¡Te quiero mamá! Le es suficiente.
Un ¡Te quiero mamá! Le es suficiente.
Pero
es tenaz como ella sola siempre esperando, reacia a renunciar a su derecho de
amarme, de la excepcional manera en que solo las madres lo
hacen. Dándose entera.
Para cuando faltes, siempre quedará mi respeto por tu persona, simplemente recoges lo que siembras.
Para cuando faltes, siempre quedará mi respeto por tu persona, simplemente recoges lo que siembras.
Derechos de autor: Francisco Moroz