Con
seis años eran muchas las mañanas en que amanecía mojado.
Mis
padres me lo recriminaban, mis hermanos se reían de mí. Yo me sentía
avergonzado, pero eran mis miedos superiores a mi bochorno. Y es que la casa donde
pasábamos los veranos era tenebrosa. De esas de pueblo. Vieja, con vigas de
madera; del mismo material que la escalera con la que me encontraba nada más
abrir la puerta de la calle y que daba acceso a las habitaciones, y a un balcón
acristalado desde el que se veía un huerto en pendiente, la hendidura de un
viejo río más abajo y mucho más lejos unos montes con pinos carrascos.
De
día todo eran juegos pero llegando la noche, me iba encogiendo sobre mi mismo
viendo la hora en la que me tendría que retirar para acostarme.
Uno de los problemas radicaba cuando la vejiga reventaba de puro llena y necesitaba aliviar
tanta tensión. Otro, cuando tenía que levantarme para ir al servicio ubicado bajo
las escaleras.
Hacía
verdaderos esfuerzos por aguantarme las ganas pero…
Al
principio me levantaba de la cama que con un chirriar de muelles anunciaba mi
presencia a un posible acechador. Andaba descalzo y a oscuras; un niño no tenía
por entonces acceso a cerillas, velas ni linternas. En completa oscuridad y
temiendo que algún ser indescriptible me estuviera observando, salía del cuarto
hacía las escaleras cuyos crujidos me producían un tembleque nervioso que
recorría todo mi cuerpo. Pasaba por delante de un
espejo, y el vago reflejo me hacía dar un respingo.
El
cuarto de baño, menos mal, disponía de una bombilla que emitía una mortecina luz amarilla que iluminaba lo justo como para no orinarse fuera de la
taza. Pero ¡Ay Dios! Justo en la parte de al lado del inodoro había un
ventanuco que daba al campo, con una contraventana siempre abierta que dejaba pasar unos sonidos que me aterrorizaban. Ruidos y chirridos inidentificables de
engendros desconocidos; incluso de vez en cuando oía voces y gritos humanos.
Muchas fueron las veces que antes de terminar, salía corriendo sin apartar la mirada de la ventana con fondo negro, sin apagar
la luz, dejando un rastro húmedo de meado en lo precipitado de mi huida, para refugiarme
cuanto antes bajo las sábanas.
Los peldaños los subía de dos en dos, con los dientes
apretados y el corazón a cien por hora. Mirando adelante, no fuera a
encontrarme con algún monstruo deforme que me cerrara el paso, sintiendo esos
escalofríos en la nuca que me indicaban que los espíritus de los muertos no
andaban lejos.
Siempre
esperaba esa mano huesuda posada en mi hombro que me hiciera volverme para
contemplar un rostro cadavérico, enfrentándome a un difunto escapado del
cementerio. El ulular del viento conformaba sus voces.
Por
eso mismo la más de las veces me meaba encima, a pesar de la reprimenda, el
castigo, y las burlas que me esperaban al día siguiente.
Terminado
el verano regresábamos a la capital y aunque el piso de mi familia me infundía
seguridad por lo reducido, conocido y habitual. Seguía temblando de miedo por
las noches; pues los sueños recurrentes no me abandonaban. En ellos, me
levantaba de la cama, bajaba las escaleras quedito, pasaba por delante del
espejo, entraba en el baño y miraba con aprehensión, la ventana por la que de
pronto aparecía un personaje horrible que se abalanzaba sobre mí. Yo corría y
corría, pero mis pies parecían lastrados de plomo. Todo acababa cuando una mano
descarnada se posaba en mi hombro y entonces... mojaba el pijama.
No
tengo memoria del porqué terminé habitando este caserón rancio si nunca me
gustó. A mis padres y a mis hermanos les perdí la pista; al igual que yo fui perdiendo
la memoria de todos ellos; sus rostros y actitudes se difuminaron.
He
madurado, de eso estoy seguro, pues ya no tiemblo ni temo a lo desconocido
mientras recorro la casa; que la verdad está un poco desastrosa. Se nota el
paso del tiempo. Las escaleras crujen un poco más y las ventanas están
desvencijadas. Aunque dispongo de tiempo no así de los medios para arreglar
tanto desbarajuste y desorden. Ya me acostumbré al roce de las telas de araña
que son como caricias, de igual manera al tenue silbido del aire que me arrulla
por las noches.
Hace
muchos años que dejé de encender la bombilla del baño, pero es curioso cómo
me he ido acostumbrando a la soledad y la sombra.
Cuando
me asomo al balcón sigo viendo el huerto abandonado, los árboles a lo lejos,
presiento el río murmurando a su paso y escucho a la lechuza y a los grillos en
sus monótonos y repetitivos cánones. También de vez en vez, oigo las voces de los arrieros que
entran al pueblo arreando a sus mulas. Los pastores que retornan a sus casas cuando
oscurece, después de apriscar al ganado.
Y
entonces me viene a la memoria un verano, la ventana abierta a la noche y un niño que quiso enfrentarse a sus demonios
asomándose por ella para quitarse el miedo cerval que le atenazaba. Para él,
era insoportable la humillación a la que era sometido cada vez que se orinaba
encima. Ese chaval se precipitó al vacío. No recuerdo más.
Lo
que no acabo de comprender, es por qué ya no veo mi reflejo cuando paso delante
del espejo roto del descansillo.
Derechos de autor: Francisco Moroz