La planta
del individuo que me la presentó era chulesca: Gafas oscuras, chaqueta de cuero
y pantalón del mismo material bien ajustado, y para rematar unas botas de
montar de tipo militar.
Esa primera
impresión y dada mi mojigatez en estos temas, me causó ciertos reparos
iniciales el tener que tratar asuntos tan personales e íntimos con un personaje cuyo
estereotipo no coincidía en absoluto con el mío que soy, una persona de lo más
corriente y para nada extravagante.
Me chequeó de
arriba abajo como para valorar si era digno interlocutor y posible cliente, el
caso es que me ruboricé de forma pueril al calibrar las supuestas razones que
me habían precipitado a acordar la cita con ambos.
¡Pues sí!, también ella estaba presente, junto a él, rotunda en sus formas, brillante en su aspecto, con esa manera de posar cual modelo
de pasarela. Su sola presencia me excitaba y ponía la carne de gallina. Sólo
quería poseerla, hacerla mía a toda costa, costara lo que costara.
Sus curvas
femeninas me seducían y desataban mi pasión animal y primaria de deseo.
El hombre detectó mi manera lúbrica de mirarla, y eso le hizo suponer que pidiera lo que pidiera, se lo iba a conceder a ciegas y sin meditar, y no le faltaban razones. Mis ojos enfervorecidos y delirantes por tenerla y disfrutarla me delataban.
Naturalmente
el precio inicial me pareció exagerado, pero a partir de ahí empezamos a
regatear y a negociar, algo más acorde a las necesidades de cada uno.
¡Por fin! Llegó
el acuerdo, nada barato, pero tampoco desorbitado para tratarse de esa belleza
a la que iba a hacer mía en cuanto su anterior compañero se esfumara.
La iba a
poseer hasta dolerme, pero ante todo iba a lucirla, a presentársela a mis
amigos a los que sabía que les iba a corroer la envidia. La pasearía por toda
la ciudad, sabiendo que arrastraría miradas a su paso; miradas cuajadas de deseo,
el mismo que despertó en mí en cuanto la conocí viendo su foto por Internet.