Ella
me cautivó desde el momento en que la vi por primera vez en aquella fotografía en la que aparecía con pose provocadora. Me acabó por convencer de que esa chica de larga melena color caoba y
ojos verdes felinos, era la mujer que me correspondía. La que llenaría mis días de razones
para vivir, aquella por la que nunca dejaría de suspirar, la que adornaría mis
sueños de gratas sensaciones, la que culminaría mi búsqueda incesante; la que
aportaría una justificación para seguir respirando diariamente.
Anunció
que pasaría por mi ciudad para estar cerca de mí, y se me insinuó para que la
acompañara una de aquellas contadas noches en la que me dedicaría unas cuantas
horas de su preciada presencia.
Me hacía feliz aquella invitación, era el elegido por la diosa Afrodita,
que con su simple presencia eclipsaba a las más radiantes luminarias femeninas.
Era yo, un simple mortal que no aspiraba a tanto, el correspondido con su amor.
Me preparé pues para la cita deseada durante tanto tiempo de
ausencias.
Al cabo de una semana ella, mágica y perturbadora, llegaría. No quería defraudarla demostrando no estar a la altura de las circunstancias, no quería
avergonzarla con un aspecto desaliñado con lo cual; me compré ropa nueva y me
hice un buen corte de pelo, me afeité a conciencia e impregné mi piel con un
costoso perfume varonil de irresistible fragancia.
Cuando llegue el momento, pensé, portaré esa invitación impresa, junto con el
anuncio y la fotografía que mi amada me envió como guiño seductor, y saldré por
la puerta a su ansiado encuentro.
No, ella todavía no conocía mi aspecto, pero ansiaba conquistarla con mi
presencia; no es que fuera ningún modelo de pasarela ni un Adonis, pero confiaba en que mi
devoción por su persona supliera mis pequeñas imperfecciones.
-No
necesitaré hablarle, -me dije. Únicamente la miraré y a lo mejor,
ella, también posa sus ojos en mi persona. Saltarán chispas que encenderán una
pasión inconmensurable que nunca tendrá final; como universo que se expande
hasta el infinito llenando con brillantes estrellas los espacios vacíos y
oscuros de un interior en el que únicamente tendrá cabida su esencia de mujer.
¡Por fin! Llegó la noche en la que ella y yo estaremos juntos, estoy
nervioso como un adolescente con el anhelo de un primer beso de amor verdadero,
tiemblo, aunque la temperatura exterior sea cálida. Mis poros se dilatan ante
la expectativa del encuentro, el vello se eriza en mi piel por causa de
escalofríos intermitentes de emoción.
No puedo explicar ninguna de las sensaciones que me embargan y temo no
ser dueño de mis impulsos cuando llegue el tan ansiado contacto.
Entro
en el recinto donde me ha dado cita con pasos dubitativos, como queriendo huir
ante un peligro presentido, pero mis pies avanzan mecánicamente. A lo mejor es
por el ambiente ruidoso que reina en mi entorno que mi cabeza ha perdido las
directrices prefijadas; y sea el corazón el que ha tomado el mando y el que
marca con sus latidos el ritmo de mis piernas, el que me incita a acercarme más
y más, buscando el lugar más próximo por donde espero que ella haga su entrada.
Quiero
que me vea en cuanto su mirada se alce buscándome entre la gente, que me llegue
cercana su voz en cuanto sus labios se separen.
La adrenalina se dispara cuanto de improviso, en este espacio creado para
ella y para mí, se hace el silencio repentino y la oscuridad. Sé que ha entrado
en escena en cuanto a su alrededor, la luz se enciende y parece buscarla hasta
que la encuentra, descubriendo esa presencia etérea que me enamoró desde que la
conocí, esos movimientos acompasados y seductores al ritmo de una melodía que
comienza a oírse como telón de fondo, unas simples notas que suenan a promesa
con su primeros acordes, que hacen vibrar todo mi ser, incitándome a gritar de
emoción y alegría; y esas notas In Crescendo, son las que desatan en mi cuerpo
la imperiosa necesidad de entrega.
La
exigencia de declarar mi amor incondicional a su persona. Sin vergüenza, a
pesar de la multitud que me rodea, que estorba y condiciona la exclusiva
intimidad que deseo mantener con mi amada.
¡Por fin! levanta su mirada para enseñarnos esos ojos felinos y verdes
como piedras de esmeralda, barriendo con ellos todo el auditorio y
encontrándose con los míos que ya lagrimean de tanta tensión acumulada.
Es entonces cuando se acerca al micrófono y su voz sensual y acariciadora
reverbera a través de los amplificadores y siento que su canción está dedicada
expresamente a mí, a pesar de estar arropado por otras dos mil personas devotas
incondicionales de su preciosa música. Y el amor lo inunda todo en una noche
que se hará inolvidable y con la que llenaré mis horas de soledad hasta la
siguiente cita con ella.