Se
pone el traje raído y la corbata gris, añadiendo un pañuelo blanco que sobresale ligeramente del bolsillo
de la chaqueta.
Sonríe
solo de imaginar la cara de su amada Carmen si le viera vestido como cuando se
encontraron por primera vez en la Estación del Norte.
El
venía a recoger un paquete para sus padres que le mandaban unos tíos suyos desde
Medina del Campo, y ella bajaba tímida y desconcertada de uno de los vagones.
Se la notaba nerviosa y asustada.
Se
quedó prendado de esa muchacha desde que la vio. Recuerda que no pudo resistir
el impulso de dirigirse a ella con la educación y el respeto que le inculcaron
sus progenitores.
Al
principio desconfió de él, una chica de provincias que viene por primera vez a
la capital, no puede menos que hacerlo. Mucho desalmado intentaría aprovecharse
de su inocencia; eso les dicen todas las madres a sus hijas. Pero una vez que
él se presentó y le prestó su ayuda para encontrar el domicilio donde ella iba
a servir como doncella de unos señores, pareció bajar un poco la guardia relajando la tensión de su rostro y regalándole una bonita sonrisa.
Recuerda
que la invitó a café, el primer café compartido, de los muchos que tomarían después juntos.
Por
eso cada aniversario se pone este traje
y se pasa por la estación ¡Cómo ha cambiado todo! Hace muchos años que ya no
vienen trenes del Norte, pero a él no le importa. El que tuvo que venir ya lo hizo hace
muchos años.
Después se va al local, aquel donde tomaron su primer café, “Gijón” se llama. Se sienta justo en el mismo espacio donde se sentaron hace tanto
tiempo, eso no ha cambiado en esencia todavía.
Se conservan las mismas mesas y sillas
donde ellos se sentaban; los mismos espejos donde veía reflejado su bonito rostro. Cada vez que salían a pasear, paraban allí para saborear ese café que significaba todo un vínculo entre los dos.
Naturalmente que lo hacían cada
aniversario, desde el primer encuentro, como hoy, uno más de los muchos que ya va celebrando solo.
Más
tarde comprará un ramo de flores rojas y blancas e irá a llevárselas al
cementerio. Se sentará junto a ella y le dirá lo mucho que la echa de menos,
que sin ella nada es lo mismo. Le contará de esos hijos que crecieron y
marcharon lejos, y que alguna vez de tarde en tarde vienen a verle. Acariciará
el frío mármol como cuando acariciaba su cálida mejilla mientras imagina, su cara
bonita de muchacha provinciana. La de esa mujer que posa junto a él en un retrato que
se hicieron en la plaza Mayor hace…ni se acuerda cuantos años, y que conserva
en su mesilla de noche, al lado de esa cama que se le hizo grande y fría desde
que ella volvió a coger un tren que nunca regresó a la estación de la vida.
Sonríe
de nuevo, como cuando salió hace unas horas a la calle, volviendo a imaginar la cara picara que
ella pondría si le pudiera ver con este traje gastado que ya le viene grande haciendo juego con la corbata gris y el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta.
Lo guarda como oro en paño, solo para ponérselo en las grandes ocasiones
como la de hoy. Para encontrarse con su amada esposa una vez más, hasta que la muerte los vuelva a unir.
Una lágrima furtiva se le escapa mientras vuelve a marchar a casa con andares cansados y espalda encorvada.
Reflexiona sobre el eterno amor y la breve vida.
Derechos de autor: Francisco Moroz