En alguna ocasión, escuché, que al término del viaje, veías una luz al final del túnel. Recordarlo, me proporcionaba cierta tranquilidad. Intuía que ese mi final estaba cerca y necesitaba aliviar la angustia que me roía las entrañas, originándome un malestar rayano en la agónica sensación de creer morir.
Las jornadas de trabajo se me iban haciendo demasiado largas para mis años. Me acercaba de manera insoslayable a una jubilación que no parecía llegar nunca. Sentía el desgaste ocasionado por esos esfuerzos repetidos día tras día de manera automática.
Dejé caer mi cuerpo en el primer asiento que encontré, por pura inercia instintiva ¡No podía más! Los madrugones estaban minando mi salud. Los nervios siempre a flor de piel. La falta de apetito, y lo que era más preocupante, la carencia de ilusión.
Cada mañana lo mismo, la claustrofóbica percepción de dirigirme al matadero sin remisión, el miedo a no superar esas interminables horas que absorbían la poca energía que me quedaba.
En algún momento perdí la consciencia, mi cuerpo dejó de estar sometido a la fuerza de la gravedad, mi mente se eclipsó, como narcotizada por una sensación indescriptible de paz y bienestar. Presentía seres amigables en mi entorno que murmuraban. Un pitido agudo. Abrí los ojos y vi la luz al final del túnel. Me levanté como un resorte, llegué a ese destino anunciado de antemano y otro día más me sentí morir.
El metro abrió sus puertas. Era mi parada.
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