Yo no la conocí en aquellos lejanos años,
pero por lo que me contaron era una de las muchachas más bonitas de todo el
contorno. Nació y creció en un pueblo chiquito, donde la mayor pretensión era
ganar con esfuerzo el pan de cada día.
Sus padres la guardaban como buen paño,
pues no eran pocos los mozos que la codiciaban y que se hubieran
conformado con ser nombrados por su boca o ser el objetivo de su mirada. Pero
sus ojos y sus pensamientos eran dedicados al único varón que la hacía suspirar
y que ella consideraba inalcanzable.
Un mozalbete de buena cuna que sabía leer
y escribir, siendo estos, atributos casi inéditos para la mayoría de los
que la cortejaban, que lo más que trazaban eran surcos en la tierra para la
siembra.
Este chaval acostumbraba a pasear por el
campo, siempre con un libro en la mano, parándose a ratos para contemplar y
escuchar todo aquello que le causaba asombro: Un almendro en flor, el trigo,
los girasoles. El zumbido de unas abejas, el trino de algún pájaro, el borboteo
del agua en la acequia.
Aunque su secreto objetivo era encontrarse
con ella como por casualidad, ensimismarse con su presencia e intercambiar un
saludo formal y recatado, no fuera a pensar que era un arrogante.
La timidez y el miedo les ponían a ambos
freno en la lengua, impidiéndoles entablar una conversación que hubiera
facilitado el descubrimiento de lo que sentían el uno por el otro.
Los dos se querían y ninguno lo sabía.
Languidecían de amor…
El tiempo es efímero, un parpadeo, un
desvelo entre sueños. Se escurre entre los dedos dejando un regusto amargo la
mayoría de las veces. Todo es pasajero y muere.
Menos el amor de esa mujer que sigue siendo bella
cuando sonríe, que llora agradecida cuando recuerda al único hombre que la
mereció, que la conquistó con las letras de esas cartas que le enviaba cuando
estaba lejos, las mismas en las que leyó por primera vez que la amaba con
ternura y pasión.
Todavía se sonroja mi viejita cuando habla de mi padre.
Derechos de autor: Francisco Moroz
Premio en: Relatos compulsivos