Antes de abrir la puerta sabía lo que
se iba a encontrar. No obstante se hacía el propósito de entrar y acomodarse junto
al sillón todos y cada uno de los días por la mañana; así había
sido durante los últimos cinco años, y seguiría siendo hasta que Dios
quisiera llevárselo de este mundo.
Esa acción cotidiana es la que le daba
la motivación suficiente para seguir adelante, para levantarse cada amanecer y
acostarse por la noche. Sin la fuerza que ello le insuflaba no era persona.
Se sentaba con mucho esfuerzo en la
silla; la artrosis le acompañaba desde que cumplió los sesenta, y las
articulaciones le dolían con cada movimiento que realizaba. Y entonces, la
saludaba con mucha ternura dándole los buenos días.
Después le comentaba lo que
tenía pensado hacer. Saldría a la calle con el andador para tomar el aire, que
falta le hacía. Le hablaría de sus hijos y de sus nietos; los que en más de quince
días no habían vuelto a visitarle; y eso era una eternidad para un tiempo tan
limitado y unas horas tan eternas sin más compañía que la radio.
Sacaría el álbum y miraría las
fotos de boda, las de los bautizos y comuniones. La de los pocos viajes que
hicieron juntos. Recordaría alguna anécdota de las que les hicieron reír, y
acariciaría su precioso rostro joven, fotografiado hacía tantísimos años.
Miraría el sillón vacío, y con
lágrimas en los ojos, la volvería a echar de menos una vez más.
Derechos de autor: Francisco Moroz