Queridos compañeros, seguidores y amigos.
Que los calores aprietan por estas fechas es tema por todos conocido. Que las personas de bien se van de vacaciones abandonando y olvidando sus rutinas, también. Por ello los blogs andan tan desangelados y faltos de entradas y comentarios.
Un servidor se irá de vacaciones el último, cuando todos esteis de regreso, soportando el "Trauma postvacacional" esa milonga que nos venden como enfermedad del siglo XXI pero que en realidad no deja de ser, la tristeza morriñosa originada, al recordar nuestra libertad concedida por esta sociedad manipuladora y condicionadora durante un periodo de treinta días justitos y a veces ni eso.
Por tanto, no es que cierre por vacaciones, sino que me quedo en modo "Off" hasta que las cosas vuelvan a su ser verdadero, que decía mi abuela.
Para entonces, todos reintegrados de nuevo en nuestras maravillosas actividades cotidianas, disfrutaremos del reencuentro con las letras y las palabras. Abriendo ventanas virtuales que nos relajen de esa vida real, tan dura y alejada de la idílica veraniega, que intentaremos separar con sendos paréntesis durante el resto del año, para diferenciarla, destacarla y poder volver a ella con remenbranza de desterrados.
Os dejo pues, con este relato un tanto personal con el que me retrotraigo cuando me pongo melancólico llegadas estas fechas.
Abrazos y besos a quien corresponda.
Feliz descanso. Nos veremos en Septiembre o mucho más allá.
Creo
recordar que el pequeño Javi contaba con ocho primaveras cuando ese año tras la
finalización del curso escolar y al comienzo de las vacaciones, sus padres le
anunciaban de forma inesperada, que irían a visitar durante un par de días a unos familiares de
Valencia.
El
pequeño no conocía el mar y por ello cuando intuyó que ese viaje convencional
podía incluir una escapada a la costa, los ojos le hicieron chiribitas, se le
erizó el vello de los brazos, y el corazón se le puso a cien por hora de media.
De
todos es conocido que Madrid tiene muchos museos y piscinas públicas, pero que
no tiene playa, de la misma manera que en Cádiz se hacen pocos muñecos de nieve
aunque se coman ricos helados de cucurucho. Y el chavalín por tanto, recluido
durante toda la temporada docente, en la capital , y vacacionando durante esos
ocho años de su corta existencia en un pueblo recóndito de Castilla La Mancha. Sabía más
de cardos, trigales, botijos y “resequíos” que de barquitos de vela, arena fina, sombrillas y agua salada.
Su
sueño desde siempre era conocer la inmensidad del mar de la que hablaban sus
compañeros de clase. Esas olas que te arrastraban, te mecían o te zarandeaban
de forma gustosa. Esos puertos llenos de barcos de pesca, esas calas escondidas
donde imaginaba piratas berberiscos haciendo de las suyas.
Y naturalmente
visualizaba a esa multitud de personas tan variopintas, con sus cuerpos medio
desnudos, tomando el sol de manera tan desesperada, que de blanco nuclear pasaban por amplia gama
de rojos chillones a marrones y ocres de diversa intensidad. También le
contaron sus compis de colegio de cómo se jugaba a hacer castillos con solo un
cubo y una pala, convertidos en un instante de peones de albañil de obra, a arquitectos
tan geniales como Gaudí el constructor de la catedral de Barcelona.
La
imaginación de Javi se desbordaba y no veía llegado el momento de su encuentro
con el mar, con esa grandiosidad que no abarcarían sus ojos por mucho que
mirara más allá del horizonte.
Tal
era su ilusión, que abría su libro de geografía e historia por las páginas de
los mapas y se pasaba las horas muertas
perfilando el contorno de la costa con un dedo, recreándose en el color azul de
los mares y océanos.
Localizaba
una y otra vez con exactitud meridiana la
ciudad a dónde irían, y cerrando los ojos le parecía estar escuchando el graznar de las gaviotas, el
sonido de las aguas saladas rompiendo en espuma junto a sus pies descalzos. Y visualizando toda la playa repleta de conchas y de mágicas caracolas marinas donde se escucharían las olas rompientes y los vientos ululantes.
El
viaje en el coche familiar rodeado de hermanos por todos lados menos por uno, se le hizo largo, y mi
memoria escueta me recuerda que fue él, el que repitió con más asiduidad aquello
de: ¿Cuándo llegamos? o esa otra frase de no menos original enunciado ¿Cuánto queda?
Los kilómetros
se amenizaban como buenamente se podía, cantando las consabidas canciones del
repertorio de todo buen viajero de carretera de los años sesenta y setenta, a
saber: “Vamos a contar mentiras”, “Estaba el señor Don gato”, “Bartolo tenía
una flauta”, “Tengo una vaca lechera”, Un elefante se balanceaba"… o con juegos como el de contar todos los
coches azules, verdes o amarillos ( que también los había) que se cruzaban. O aquellos cuyas matriculas
empezaran por un número determinado. O
ese más difícil de adivinar por las letras a que ciudad pertenecía el
conductor.
Pero
con el que más tiempo se invertía era con el de “Veo, veo. Qué ves, Una cosita.
Con que letrita es”. Hasta que alguno de los ocupantes se hartaba de ver pasar
árboles y señales de tráfico y campos inmensos de girasoles y cebada y le
entraba la somnolencia, la sed o las ganas de mear. O alguno de los mayores gritaba ¡Basta ya! que sois muy cansinos.
Y
como todo llega en esta vida aunque tarde, mal y nunca. Javi bajó del coche
corriendo en cuanto este se detuvo; y preguntó y preguntó que donde estaba el
agua, que aquello se parecía mucho al lugar donde vivían, aunque menos
cosmopolita y más provinciano. Naturalmente lo dijo con otras palabras que ahora no recuerdo.
–Primero
la visita a los tíos y a los primos Javi –le contestaron, lugar habrá después para lo otro.
Pero
lo otro seguía haciéndose esperar como todo lo bueno, que por otra parte una vez que llega pasa enseguida.
Porque visitar a unos
tíos que no le aportaban nada como adultos que eran, y unos primos cuatro veces
mayores que él, pues como que no le llenaban ni le divertía, ni le hacía ninguna ilusión. Además siempre estaban hablando de cosas que él no entendía. De chicas, fútbol y colecciones de sellos.
Pero
¡por fin!
Por
la tarde, sus padres pudieron llevarlo a una de esas famosas playas que había
visto tantas veces en las fotografías, casi todas en blanco y negro. Lo vería
todo en directo, su primer contacto con algo hasta ahora desconocido. La misma
sensación, supongo, que la que
experimentó Neil Armstrong al pisar la Luna.
Supongo que sería
la playa conocida como "Las Arenas", la que más cerca estaba, en la que pisó Javi por vez
primera la orilla de un mar, pero con zapatos y calcetines. No se pudo descalzar por
inconveniencias logísticas o por falta de equipación, o porque la temperatura
ya no era la adecuada a esas horas del atardecer. Teniendo en cuenta que el
cambio climático era por entonces un concepto tan desconocido como los Ovnis o incluso como las Hamburguesas.
Fue
todo un espectáculo verlo acercarse a la orilla batida por suaves olas. Con
recelo, con sorpresa, con algo de miedo y timidez ante lo que le superaba y le tenía
anonadado. Una especie de shock emocional hipnótico ante el que no parecía
reaccionar.
Su
padre se acercó después de observarle tras un largo intervalo y le puso la mano
en el hombro, algo preocupado por su actitud pasiva y cariacontecida y le preguntó:
-¿Qué te parece Javi? ¿Te lo esperabas así?
A lo que el canijo peinado con flequillo a lo Ringo Starr cortado con cacerola, le contestó:
–No sé Papá, es que no las encuentro ¿Dónde están que no las veo?
Ante
esa pregunta su padre extrañado le contestó con otra.
–A
qué te refieres ¿A las barcas?
–No
–le contestó Javi mirando al horizonte, hacia un lado y hacia el otro, como
decepcionado.
– ¿Pues
qué buscas?¿Un faro, el puerto? ¿a los bañistas?
– ¡No
Papá! ¡Las letras!
– ¿Las
letras? ¿A qué letras te refieres Javi?
–¡Pues
cuales van a ser! esas donde pone lo de Mar Mediterráneo Papá.
Naturalmente os podéis imaginar las risas de todos los que estaban alrededor del protagonista, risas, que se hicieron extensibles en cada sobremesa o reunión familiar que tuvieron lugar a lo largo de los años. Pero a Javi no le hizo ninguna gracia hasta que con las explicaciones oportunas lo comprendió. y para entonces, maldita la gracia que le hizo su ignorancia.
Y es
que alguien inocente como era yo hace cincuenta y muchos años, alguien que ya
ha pasado de ser viejo a ser antiguo, valoraba lo desconocido como algo
descrito, explicado, ilustrado y fotografiado hasta la saciedad, por expertos profesionales que
editaban los libros donde nosotros estudiaríamos todo con posterioridad.
Y a un servidor
le pareció por entonces un error mayúsculo, el no ver flotando sobre las aguas, esas letras que señalaban claramente, de que mar se trataba aquel que estaba viendo por
primera vez. Y encima, para más Inri, que esas aguas no estuvieran tintadas con ese azul tan intenso
y homogéneo como el que coloreaba la presentida masa líquida señalada en los mapas.
No sé yo si por vergüenza,
pero ni me planteé preguntar por el punto negro, redondo y gigante que marcaba la ubicación exacta de Valencia.
Hoy, esbozo una sonrisa ingenua en mi descargo cada vez que recuerdo esta historia tan
íntima, y me digo a mi mismo: Javi. La ignorancia que atrevida que ha sido
siempre. Y aunque el tiempo pasa inexorablemente para todos para bien o para mal, hay cosas que no parecen cambiar. Parece seguir primando la desinformación, el engaño, y la imbecilidad voluntariosa de tantos y tantos que se conforman con espejismos y trampantojos; puestos por algunos interesados, de la misma manera que las equis en rojo de los planos de un tesoro inexistente que ilusos, buscamos sin parar.
Derechos de autor: Francisco Moroz