Una ermita románica en medio de un campo baldío. En sus buenos tiempos, testigo de peregrinaciones, devoción popular y amor desmedido por una sencilla talla de madera, de una virgen con niño del siglo XII.
Descuidado el edificio, casi rayano con la ruina. Patrimonio nacional tiene joyas de más renombre a las que dedicar los fondos de la comunidad Europea.
Aprovecho la oscuridad sin luna, descerrajo con palanqueta la oxidada cerradura de la puerta. Entro como saqueador de tumbas. Me he convertido de repente en un profanador.
Acercándome al altar me santiguo; lo cortés no quita lo valiente. Soy respetuoso con los objetos de interés cultural. Más, con los que parece no apreciar nadie.
Agarro la talla de la virgen casi con veneración; percibo la mirada triste del niño que tiene en brazos; como pidiéndome que no haga daño a su madre.
La introduzco en una bolsa del Ikea y salgo subrepticiamente sin hacer ruido. Encajo el portón para que no se note el robo al menos durante unos días. El ayuntamiento no invierte en la vigilancia de su acervo; solo en fiestas patronales.
Pasados quince días salta la noticia en la comarca: “Una banda de criminales especializados, han robado una talla de incalculable valor. Atentando contra bienes históricos de interés artístico”.
Lo que no saben estos incompetentes, es que estoy en pleno proceso de restauración de esta preciosa talla abandonada a su suerte. Soy estudiante de bellas artes, y no soporto la pérdida de tanta riqueza por simple dejadez.