martes, 4 de marzo de 2025

Nadie duele para siempre

 

   



  Ex querido mío.

  Te escribo para despedirme. Pues ya lo recitó Sabina: “Es lo peor del amor… cuando al punto y final de los finales, no le siguen dos puntos suspensivos.”

   No dudo que el nuestro fue mágico, pero la magia, sabemos, es pura ilusión, y yo me ilusioné contigo sin haber leído la letra pequeña que incluías.

   Lo que pretendíamos que fuera una historia interminable se quedó en relato corto. Presiento que para ti, un conquistador aventurero convertido en pirata, tan solo representé un capítulo más en su cuaderno de bitácora. No permitiré que sigas siendo mi prioridad cuando tú me consideras solo una opción. Segundo plato en una mesa donde ya no se sirve con pasión.

   He aprendido gracias a mi amigo Carlos Ruiz Zafón que un corazón, solo puede romperse una vez, que las demás son rasguños, que puede seguir latiendo. Además, el amor no es lo que duele, es lo que se confunde con él lo que hace sufrir. Y el dolor es inevitable ¡Lo sé! Pero el sufrimiento es opcional, y por ti no derramaré una sola lágrima merecida. Dejas en mi vida más paz que sentimientos.

   Shakespeare, en El rey Lear dejo inscrita una frase lapidaria: “Las heridas que no se ven son las más profundas”

   Pero yo me quedo con nuestro Cervantes que dejó escrito: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.”

   Yo tan poesía y tú tan puro cuento.

Adiós.



Derechos de autor: Francisco Moroz






domingo, 26 de enero de 2025

Nos hacemos mayores

 

 



Me encontraba en la cocina fregando los cacharros de la comida que había compartido con mi madre, cuando empecé a oír el chirrido de su andador mal engrasado que se acercaba despacito, al ritmo de sus cansados pasos. Es tenaz mi madre con sus noventa y cinco años.

Ese fin de semana me tocaba acompañarla y cuidarla. Ya se encargaba ella de entretenerme con sus historias repetidas una y otra vez, cien veces contadas con alguna nueva añadidura.

Pues ya venía ella, como os digo, queriendo colaborar proporcionándome conversación, mientras yo recogía rápido para poder echarme una reponedora siesta y tener fuerzas cuando tocara jugar al parchís o a las cartas, según le apeteciera.

– ¿En qué te puedo ayudar?

– En nada mamá, vete sentando en el sillón que voy en cuanto termine. ¿Quieres que prepare un café? ¿Te apetece?

– Solo si vas a tomar tú.

Y mientras pongo la cafetera en el fuego, me suelta:

– Mi memoria no es la que era antes.

– Eso es la edad. La cabeza pierde ligereza y capacidad. No te preocupes.

Pasan los minutos y el café tarda demasiado en salir. La cafetera italiana de toda la vida ya tiene sus años. Será eso, pienso.

Pero mi madre con agudeza mental inesperada, me dice:

– ¿Le has puesto el agua?

Apago el fuego, la abro intentando no abrasarme las manos y compruebo que efectivamente falta el agua. 

Y mientras ella se ríe soltándome a bocajarro:

– Te estás haciendo mayor hijo mío.

Yo, empiezo a preocuparme.


    Derechos de autor: Francisco Moroz





jueves, 7 de noviembre de 2024

No hay final

 

 



En alguna ocasión escuché, que al término del viaje, veías una luz al final del túnel. Recordarlo, me proporcionaba cierta tranquilidad. Intuía que ese mi final estaba cerca y necesitaba aliviar la angustia que me roía las entrañas, originándome un malestar rayano en la agónica sensación de creer morir.

Las jornadas de trabajo se me iban haciendo demasiado largas para mis años. Me acercaba de manera insoslayable a una jubilación que no parecía llegar nunca. Sentía el desgaste ocasionado por esos esfuerzos repetidos día tras día de manera automática.

Dejé caer mi cuerpo en el primer asiento que encontré, por pura inercia instintiva ¡No podía más! Los madrugones estaban minando mi salud. Los nervios siempre a flor de piel. La falta de apetito, y lo que era más preocupante, la carencia de ilusión.

Cada mañana lo mismo, la claustrofóbica percepción de dirigirme al matadero sin remisión, el miedo a no superar esas interminables horas que absorbían la poca energía que me quedaba.

En algún momento perdí la consciencia, mi cuerpo dejó de estar sometido a la fuerza de la gravedad, mi mente se eclipsó, como narcotizada por una sensación indescriptible de paz y bienestar. Presentía seres amigables en mi entorno que murmuraban. Un pitido agudo. Abrí los ojos y vi la luz al final del túnel. Me levanté como un resorte, llegué a ese destino anunciado de antemano y otro día más me sentí morir.

El metro abrió sus puertas. Era mi parada.






Derechos de autor: Francisco Moroz





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