Dos de estos pequeños relatos se los dedico a Ana Hope y a Sombra. Una de ellos sabrá cuál le corresponde. Al otro se lo dirá su dueño.
Mis progenitores me acompañaron hasta
la cornisa de la azotea. Con el beneplácito de mi madre, mi padre me animó a
tirarme. Ante mi negativa para hacerlo ambos me empujaron mientras repetían que
era por mi bien.
Cuando me vi forzado a abrir las alas
es cuando comprendí cuanto amor y confianza habían puesto en mi.
Estaba aterrorizado, me
obligaron a salir por la fuerza, me agarraron y me suspendieron boca abajo a la vez que me azotaban sin misericordia.
Apreté los ojos con fuerza mientras
aguantaba las lágrimas; no quería asumir lo que estaba pasando, pero al final
arranqué a llorar con desesperación ante
tamaña vejación.
Fue entonces cuando escuché su voz
llamándome hijo, y supe con certeza que junto a ella me encontraría a salvo.
Los dos salieron a despedirse de ella. Los abrazó, los besó. Se iba para vivir su propia vida, esa que la esperaba
afuera.
Por fin sería independiente y
realizaría todos esos proyectos soñados alguna vez mientras permanecía con ellos
bajo el mismo techo. Ambos la amaron con ternura desde niña, la cuidaron y le
dieron las herramientas necesarias para ser una persona responsable
y honesta. La convirtieron en una mujer con unos principios basados en la
tolerancia y el respeto. Fueron su mejor ejemplo. Al uno y al otro les llamó
padres. Nunca echó de menos una madre.
Malina no comprendía por
qué, cuando realizaba esa pregunta en concreto, nunca obtenía respuesta al
respecto ni de su padre ni de su madre.
Lo único que le contestaban es que ya
lo comprendería en el momento adecuado, cuando fuese capaz de asumir la verdad.
Cuando se convirtió en adolescente la
resolución llegó por sí sola. Intuyó casi todo, y de lo que le faltaba para
completar el puzzle, no quiso saber.
Le bastaba la demostración diaria de amor
incondicional de sus padres, a pesar de tener un color de piel diferente a la de ellos.
En el mundo no habría
consuelo ni esperanza, el hombre buscaría con desesperación el lugar donde refugiarse sin
encontrar ninguno tan cálido como para hallar la paz necesaria.
Seríamos todos unos
pobres seres indefensos con el rumbo perdido. Impotentes en nuestra debilidad,
desarraigados y vulnerables.
Para evitar ese caos
futurible y manifiesto, nuestras madres se ofrecieron voluntarias para echarnos
una mano desde el principio de los tiempos.
A mi padre nunca lo conocí y a mi
madre la perdí en un accidente de tráfico siendo yo todavía muy pequeño.
Me internaron en una casa de acogida
para huérfanos; fueron años duros donde tuve que aprender a convivir y soportar
condiciones un tanto precarias.
De vez en cuando venían personas para
llevarse a algunos de nosotros.
A mí me adoptaron un trece de Julio,
nunca lo olvidaré. Eran una pareja con dos hijos.
Estoy muy agradecido; porque hay padres, madres y hermanos que te
llegan a amar tanto, que te hacen sentir parte de su familia aunque pertenezcas
a otra especie diferente.
Sin ellos, hubiera llevado una vida de perros.Derechos de autor: Francisco Moroz