Cada vez que alzaba el vuelo a la caída del sol, no
veía ocasos sino horizontes que alcanzar. Cuando planeaba por encima de los
acantilados de la costa, no veía escollos ni dificultades, sino barreras que
sobrepasar por medio de la inteligencia
y la pericia.
El despegue y el aterrizaje eran pruebas constantes
en su continuo aprendizaje y su mirada siempre abarcaba la plenitud, llegando a
ver más allá de la realidad que le mostraban sus ojos.
Se sentía libre de ataduras cada vez que subía allá
arriba. El firmamento constituía su paraíso personal, las nubes le arropaban
como en blanco y mullido edredón; y si la tormenta le sorprendía con violencia
extrema, él buscaba su sosiego interno para sobrellevarla y llegar íntegro a
buen puerto.
Su querido hogar se hallaba allá donde le llevaba su
vuelo, se había convertido en todo un maestro y referente para los más jóvenes,
esos aprendices que intentaban imitarle.
No era soberbio, le gustaba enseñar a los que
demostraban entusiasmo y verdadero interés por aprender.
Hoy mientras vuela, recuerda aquellos años en los
que el aprendiz era él, recuerda a su primer maestro, aquél que le mostró que
las dificultades se sobrellevan cuando se pone empeño y suficiente alma y ganas
de hacerlo.
Recuerda cuando era un muchacho con inquietudes, y
cogió por primera vez ese libro titulado: Juan salvador Gaviota.
Sonríe y piensa: ¡qué tiempos aquellos!
Quién le iba a decir que gracias a una gaviota, iba
a convertirse en instructor de vuelo.
Levantó el mando de dirección y movió suavemente los
estabilizadores de la avioneta, poniendo rumbo a la costa, donde le esperaba la pura rutina de
lo cotidiano.
Derechos de autor: Francisco Moroz