viernes, 29 de julio de 2016

Al calor de las letras




Creo haber sido testigo y a la vez víctima de una desgracia. 

Me hallaba sentado ante el ordenador delante de una página virtual en blanco, intentando escribir algo coherente y con sentido, unas letras iluminadas que formasen un relato corto que fuese mínimamente atractivo como para que un supuesto lector exigente en sus gustos, se tomase la molestia de leerlo. Pero nada, la inspiración debía estar de vacaciones, pues ninguna idea genial me venía a las mientes.

Cuando más desesperado estaba, y ante la imposibilidad de coger la hoja y arrugarla para tirarla a la papelera, uno de los grandes problemas de lo virtual; sentí un escalofrió mojado en mi nuca y un pequeño temblor en mi cuerpo que me anunciaba que un espíritu creativo y fértil estaba a mi lado.

De pronto una chispa se encendió en mi cerebro, chispa que hizo funcionar las neuronas con velocidad de vagoneta de montaña rusa en caída libre.
Mis dedos empezaron a teclear frenéticos movidos por la inercia motivadora de unas células grises que habían recibido la señal divina de la musa de turno, que con suma generosidad acudió a mi llamada posándose sobre mis hombros, susurrándome una historia la mar de sugerente.

Como pájaro áureo de fuego me incendiaba con su energía radiante y purificadora de ardiente sol. Todo mi ser se calentaba con su aliento cálido traído desde el parnaso de los escritores...

Pero la tragedia ocurrió de pronto: mis dedos se paralizaron, las ideas se esfumaron tan rápido como vinieron. 
Fue la desgracia a la que me refería en el comienzo:

Mi musa se había derretido sobre mi cuerpo dejándome pringoso. O eso, o que la maldita e infernal temperatura me hizo sudar a mares, anulando toda capacidad de raciocinio y concentración. Así es imposible escribir, está visto que las letras, al contrario que las bicicletas, no son para el verano.

¡Ozú que calor!


Derechos de autor: Francisco Moroz



miércoles, 27 de julio de 2016

Cazadores y alimañas




El depredador había llegado a su destino, después de meses de trabajarse a la víctima por correo electrónico, en una de esas redes sociales tan eficientes que se
estaban definiendo como una herramienta primordial para contactar con ellas.

La había localizado gracias a un perfil falso, haciéndose pasar por un pueril adolescente de 17 años casi perfecto: alto, y atlético, deportista, buen estudiante y comprensivo ¡Muy comprensivo!

Después de diálogos escritos y mensajes muy sentidos la niña accedió a mandarle su foto. Se trataba de una chiquilla de poco más de 12 años, regordeta de piel blanca y pura, y con cabello rubio y rizado; todo un manjar para un tipo como él, que pretendía saciar sus apetitos lascivos en su cuerpo de niña, desatando todos sus instintos sádicos de abusador de menores.

Ella tenía problemas de autoestima y de falta de comprensión por parte de sus padres y compañeros de clase; parecía que huía de todos ellos por diversas causas, no se sentía querida y se desahogaba en los chat contando sus desdichas de pre-adolescente. Era soñadora y deambulaba por mundos imaginarios donde él, se alzaba como su adalid y salvador de sus desdichas.

Ese proyecto de mujer era un manjar para sus sueños aberrantes de posesión, con ella consumaría todos sus oscuros deseos, esos que le perturbaban y hacían que se excitara como una bestia en celo.

Le había tendido una tupida red de tela de araña, halagando su belleza, regalando su sensibilidad y  emociones a base de palabras suaves y tiernas. Lo único que le pidió a la niña era discreción, para evitar, según le explicó, el que las malas lenguas pudiesen cebarse con su pretendida relación de enamorados y dieran al traste con sus proyectos de futuro en común de amigos y casi pareja de enamorados.

El la nombraba como “su dulce niña” y presentía que ella se deshacía como gelatina cada vez que lo leía escrito en el ordenador.

Se relamía de placer cuando después de tantear el terreno recibía las respuestas esperadas a las preguntas, que disfrazadas de interés, eran únicamente añagazas para recabar información sobre la rutina que la niña desarrollaba en su día a día.
Al fin llegó el momento de un encuentro real en una pequeña casa de campo a las afueras de una pequeña población no muy conocida.

La chica saldría de la casa donde vivía con sus padres y se encontraría con él adentro. Hasta le dijo donde se escondía la llave de la puerta para que entrara sin problemas…

...Allí estaba después del viaje. Había llegado desde el sur donde vivía, hasta el norte, donde habitaba la chiquilla, cinco horas de viaje que el compensaría con una intensa primera sesión de sexo apasionado, descontrolado no exento de dureza, que dejaría algunas señales sobre la cálida y virginal carne de la mujercita, a la que sometería con violencia y fuerza bruta de alimaña.

Con la llave que encontró escondida en el parterre, abrió suave la puerta  para no recibir alguna sorpresa desagradable. En silencio entró y escuchó con atención, para a continuación, decir el nombre de la muchachita con cierta ansiedad incontenible, la presintió arriba, le contestó con esa dulce voz que él había recreado en su imaginación, le solicitaba que subiese arriba, al dormitorio…

La puerta  del cuarto estaba entornada, intuía movimiento adentro, no era ningún pardillo que se dejara atrapar en una tonta encerrona, el cazador era él, y muy inteligente como para haber captado a ese tentador bocadito de nata,  con lo cual se cercioró que era solamente la muchacha la que estaba allí adentro.

Abrió despacio y la vio en todo su esplendor. Carne tibia debajo de un corto vestido rosa de dulce impúber, ojos celestes que le miraban con sorpresa, brillos dorados en su melena rizada y extrañeza al no encontrar enfrente a su adonis de 17 años, a su príncipe de cuento. Ya no había marcha atrás ¡ Era suya, solamente suya! y estaba a su merced e indefensa a sus caprichos calenturientos y rijosos.

Pero dos cosas también le extrañan a él, a saber: Que la niña no esta asustada y que en la habitación hay tres camas y no sólo una como correspondería.

Cuando quiere reaccionar, tres bestias enormes de diferentes tamaños entran por la puerta atropelladamente y se abalanzan sobre su cuerpo sin darle ocasión a defenderse. Le desgarran, laceran y destrozan a dentelladas. Le mutilan y le arrancan trozos de carne con las garras; el pederasta profiere gritos horribles que nadie escucha, y lo hace hasta que se ahoga en su propia sangre mientras es devorado con calma, ya sin prisa ni ansia alguna.

La niñita mientras, baja a la cocina y abre la tapa de su ordenador portátil que está encima de la mesa.

Medita sobre el desarrollo de los últimos acontecimientos y se siente satisfecha. Hace unos meses estaba desesperada al no saber cómo iba ella, tan pequeña e indefensa, a alimentar a sus tres queridos osos pardos, y mira tú por dónde la solución se la proporcionó la red social más utilizada por los chavales, esa misma que utilizan los tramperos sin escrúpulos para captarles a ellos.

Se sentía orgullosa de haber conseguido lo inaudito, lo que se dice: “Matar dos pájaros de un tiro.”Cazar al cazador y dar de comer a sus animales.

Cuando el ordenador está encendido se introduce en la red social marcando su perfil con su Nick personalizado, donde figura su presunto nombre. Y teclea un mensaje: “Me siento sola e incomprendida por mis padres, mis compañeros me ignoran porque estoy gorda, siento su desprecio en las miradas. Necesito amigos.”

Al cabo de 10 minutos entra un aviso en el servidor donde se solicita su amistad. Ella acepta y al rato puede leer un mensaje donde un usuario con el nombre de:"Metro sexual" dice: “Hola preciosa yo tengo el mismo problema, podríamos ser amigos y llegar a conocernos lo suficiente como para entablar una bonita relación”

-¡Bien! El cebo ha funcionado de nuevo, -dice la niña en voz alta, dentro de unas semanas tengo el suministro asegurado.

Después de intercambiar unos cuantos mensajes ingenuos y provocadores con ese usuario desconocido que se hace llamar “Metro sexual” cierra la cuenta con su perfil donde pone: “Ricitos de Oro”.



                                                                                                          Derechos de autor: Francisco Moroz




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