Se levanta a duras penas de la cama y se dirige al
cuarto de baño pasito a paso con el andador. Se lava la cara como
puede. Con mano temblorosa coge un peine al que le falta alguna púa y peina sus
cabellos blancos. Y coqueta ella, se echa un poquito de colonia en el cuello.
Se mira en el espejo y se pregunta cuantos
años acumula en su cuerpo cada vez más consumido y doblado por el tiempo.
Cuantos los años que ha ido sumando sin ser consciente de su paso. Pues la vida
se le ha convertido en rutina, en una repetición de momentos todos ellos
iguales y corrientes.
Cuando no queda mucha vida por delante,
los recuerdos pasados son los únicos que se empeñan en volver una y otra vez.
Todos ellos los atesora en su cabeza con nitidez, los rememora con la frescura
de antaño, de cuando acontecieron. Por ejemplo, el que nunca fuera a la escuela
y aprendiera a leer y a escribir a duras penas. Que el trabajo en el campo era
muy sacrificado, que pasó hambre. Que conoció al que fue su único amor, al que
le entregó todo lo suyo para intentar ser felices los dos. También recuerda que
tuvo un hijo al que quiere más que a sí misma. Una guerra que lo puso todo
patas arriba originando mucho sufrimiento.
Pero ese hijo al que nombra todos
los días en sus oraciones parece se olvidó de ella. Hace mucho que no lo ve. Tanto,
que los rasgos de su cara se le desdibujaron como en una nebulosa.
Ayer, la muchacha que le cuida, le
recordó que hoy se celebra el día de las madres, y por eso ayer ella se acostó
prontito, para madrugar y arreglarse para estar presentable. Pues por ser fecha
señalada seguro vendría a verla por fin, trayendo un ramo de flores o
simplemente el calor de su abrazo o esos besos de los que necesita tanto.
Se sienta en la butaca y mira por enésima
vez la puerta de entrada, y aunque está medio sorda, pone atención por si
escucha el timbre, las llaves, o los pasos de ese hijo añorado cuya presencia
hecha tanto de menos. Se preocupa por él como madre que es. Quisiera tenerlo a
su lado para protegerlo, para arroparlo, para cantarle una canción y velar su
sueño como cuando era niño.
La pobre mujer olvida cada vez más cosas,
y entre tantas, el que su hijo muriera en esa guerra que recuerda con lucidez
meridiana, lo puso todo patas arriba.
A la tristeza de la vejez se le añade la de la soledad y la pérdida de memoria. Triste final el que espera a los que no tienen compañía familiar que los reconforte.
ResponderEliminarUn abrazo.
La soledad es la mayor lacra de este siglo. También la deshumanización de las personas y la falta de solidaridad en un mundo que a este paso va hacía una extinción.Triste y cierto.
EliminarUn abrazo.
Qué triste que la mujer piense que su hijo la ha olvidado cuando en realidad murió en la guerra. Cuando la vejez te encuentra solo y enfermo tiene que ser terriblemente triste. Hermoso relato.
ResponderEliminarUn beso.
Gracias Rosa. En ciertas ocasiones es mejor olvidar pasados dolorosos, lo malo que la personas, segun envejecemos tendemos a recordar a los seres queridos aunque ya no esten junto a nosotros y eso duele mucho.
EliminarUn beso, amiga.
Es triste llegar a mayor y vivir sola. La pena es que ya solo se acuerda de su hijo que no la visita. Ella se olvidó que murió en la guerra. Un abrazo.
ResponderEliminarYa he conocido a algunos ancianos que al final de sus dias nombran a sus padres. Como si presintieran que les están esperando allá donde se vaya tras la muerte. Es inasumible que alguno nombrara a su hijo, pues con solo recordarlo se les desgarraría el alma. Con lo cual, el olvido les protege.
EliminarUn abrazo, Mamen.
Enfermedad y guerra jamás harán una buena combinación. Lo malo que la primera no se elige, y la segunda la elegimos. Perdemos sí o sí.
ResponderEliminarYa sabes, los cuatro jinetes del apocalipsis que cabalgan juntos... La peste como enfermedad, la guerra, la muerte y el hambre.
EliminarY nosotro, siempre las víctimas bajo los cascos de sus caballos.
Es como en el dicho indú: "Cuando dos elefantes pelean, la que sufre es la hierba"
Un abrazo.
Me conmueve cada palabra de tu relato, Blas. Has descrito con una ternura sin igual las rutinas, recuerdos imborrables, sufrimiento, limitaciones sin fin, humildad de vida, memoria de un hijo perdido, la esperanza que nunca llega... Has retratado tantas cosas entrañables que llegan al alma, remueven algo dentro del que lee, al menos a mi me ha pasado. Muchas gracias por compartir tantos sentimientos en tan poco espacio.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me llamo Fran, no Blas, pero para el caso es lo mismo ;)
EliminarY el agradecido soy yo por tu lectura, y por el comentario tan sentido del relato. Compartir estas cosas es importante y me alegra haberlo hecho para personas como tú.
Mi abrazo, compañero.
A veces el olvido puede ser un lenitivo para combatir un dolor intenso. Quizás esa nebulosa en la que la protagonista vive sin recordar momentos amargos la haga más llevadera su existencia. No creo que haya dolor más intenso que el de perder un hijo.
ResponderEliminarPrecioso y entrañable relato, Javier.
Un beso.
Ningún padre o madre debería pasar por ese calvario. Pero las guerras es lo que tienen, matan a los jóvenes antes que a los ancianos. Aunque vete tú a saber con estas guerras del futuro que no hacen distinción entre civiles y militares.
EliminarUn beso.