Esta noche Santiago se va a dormir con miedo, pues no en vano sus
hermanos mayores le han estado chinchando con historias sobre muertos a lo
largo del día.
Mañana se celebra en el pueblo el día de los fieles difuntos y
sabe que esta noche les pertenece a ellos, y que saldrán de sus tumbas para
recorrer las calles y llevarse a quien se encuentren por ellas.
Conoce también la leyenda de la santa compaña que recorre en
procesión los bosques, buscando nuevos cofrades con
las que engrosar sus filas.
Se arrebuja temblando bajo la manta de su cama, no sabe bien si
tiembla a causa de esos recuerdos o por la baja temperatura que reina en el
caserón del tío de su padre que es el cura de la localidad.
Su catre está en una de las habitaciones abuhardilladas, donde se
guardan los baúles llenos de ropa para los parroquianos menos afortunados. No
hay armarios, pero si una cortina de arpillera que tapa otro pequeño habitáculo
donde en unas alacenas se almacenan los cirios, las velas, y las estampillas junto con los misales
y los libros de canto. Las casullas y las sotanas para las misas cuelgan
de perchas de alambre; y más de un susto le han dado algunas noches.
Tras esa cortina piensa, se pueden esconder asesinos con dagas
envenenadas, o arpías y esfinges de esas que describe con tanto detalle el
maestro de la escuela.
La iglesia se encuentra al lado del edificio donde él y sus
hermanos viven provisionalmente con sus padres y su tío abuelo. La torre tiene
un gran reloj que hace sonar las campanas cada hora entera y también a las
medias. Lo teme porque sabe, que cuando suenen las doce, con el último
toque, saldrán los difuntos de paseo, y el cementerio, no queda lejos del atrio
ni de la casa del cura.
Quiere dormirse para no tener que escuchar los sonidos que oirá
cuando los difuntos pasen por ahí abajo, esos sonidos de ultratumba que se
parecen al ulular del aire entre las vigas de madera carcomida o el que hace al
pasar por las juntas mal pegadas de los cristales del ventanuco; pero es
imposible, todavía le está dando vueltas al suceso ocurrido en el pueblo de su
padre, el que le narró hacía tan solo una horas…
…Andaban los mozos más lanzados y fortachones con sus
fanfarronadas tal día como hoy, echándose puyas para ver quién era el más
valiente de todos ellos. El más bravucón propuso apostar un cordero para el que
demostrara serlo sobre todos los demás. La prueba consistiría en ir todos cerca
del cementerio esa misma noche y esconderse detrás de unos sillares que
estaban por allí tirados.
Uno por uno y siendo testigos los demás, tendrían que acercarse a
la puerta de hierro del campo santo, aporrearla con los puños y hacer ruido
para convocar a los difuntos y animarles a salir en pos del osado que lo
hiciese.
Llegada la noche cinco muchachos se acercaron por allá, y aunque
no lo querían demostrar, temblaban debajo de las pellizas de saca y sus capotes
de lluvia, pues ese 31 de octubre estaba siendo frío y lluvioso. Aunque el
miedo también arreciaba.
Se escondieron detrás de las piedras talladas y se echaron a
suertes quien sería el primero en realizar la prueba.
El mozo con más agallas el “Bravucón” despreció esa forma de
elegir el orden y se ofreció a ser él el primero, y con ello demostrar de
antemano a los compañeros ser el único que no temía ni a los vivos ni a los
muertos.
Tiró a andar calvero arriba, pero según se acercaba a la puerta un
aire se levantó de improviso aullando en la tapia y en la verja de entrada,
silbando entre lapidas y mausoleos. El gañán que tenía de valiente lo justo, se
empezó a poner nervioso, pero su orgullo le impedía volverse y salir corriendo,
ya que los compañeros lo verían y perdería la apuesta; con lo cual armándose de
valor, aceleró el paso con el afán de pasar el mal trago lo más rápido posible.
Justo llegando al recinto, la puerta se entreabrió chirriando
sobre sus goznes oxidados, mientras un relámpago seguido
del retumbo del trueno estalló en el oscuro cielo.
Todo ello provocó tal espanto en el zagal, que girando
este sobre sí mismo, salió como alma que lleva el diablo, cuesta abajo y sin
atreverse a mirar atrás.
Los amigos lo vieron venir a todo correr, medio llorando,
desencajado de terror, con el rostro demudado gritándoles:
–¡¡¡Me persiguen las ánimas!!!
Los cuatro que le esperaban, salieron zumbando hacia el pueblo
para refugiarse en sus casas y encerrarse a cal y canto, pero el que venía
hacia ellos sintió como le agarraban con fuera inusitada de sus ropas y tiraban
de él sin que pudiera avanzar ni huir del opresor brazo sarmentoso que lo
aferraba.
Por la mañana un pastor encontró su cadáver boca abajo, tirado en
el suelo, con los dedos ensangrentados por haber arañado la tierra.
Pálido, cubierto de escarcha, con las ropas desgarradas enganchadas en unas
zarzas.
El muchacho había muerto a causa de un pánico desmesurado.
Su padre terminó aquel relato con una sentencia:
–Hijo, nunca te burles de los difuntos…
…Justo cuando termina de recordar esa historia, el reloj de la
iglesia empieza a desgranar las doce señales convenidas para que los que abandonaron
el mundo de los vivos, vuelvan por una noche a mezclarse con ellos.
Santiago llega a escuchar la última campanada junto a unos pasos que se
acercan por la calle, y una voz cascada que proclama:
–Las doce en puuunto y sereno!
–Las doce en puuunto y sereno!
Derechos de autor: Francisco Moroz
Relato presentado para el concurso: