Me
acuerdo todavía como si fuera ayer, aunque ocurriera hace ya unos cuantos años, coincidiendo con las fechas en que la celebración de Halloween nos
proporcionaba a los estudiantes, la excusa perfecta para desmelenarnos y montar
fiestas para disfrutar de una noche de juerga en mitad del curso universitario.
Recuerdo
que mi disfraz de bruja era de lo más original. El negro me favorecía, y el
rímel destacaba estos ojos verdes del que todavía se quedan atrapados los
hombres como en una tela de araña.
A todos
los que se me arrimaban aquella noche, con la intención de hacer conmigo, conjuros
en la oscuridad del parque donde estábamos reunimos para beber, cantar, y
hablar a voces. A todos ellos, les di calabazas y les hice perder toda
esperanza como a los que entran en el infierno de Dante. Yo me reservaba para
un ser superior.
Pero
la bebida, la juventud y la insensatez, no son precisamente los elementos de
una fórmula magistral, y aquella noche me dio por mezclar alcohol como si
preparara pócimas mágicas que me permitiesen volar con la escoba que portaba
como complemento de mi disfraz. Estudiaba químicas, y tendría que haber sabido
que esto, como lo de la piedra filosofal, es algo imposible.
Llegó
un momento en que las carcajadas parecían provenir de seres malignos que me
rodeaban de manera siniestra, las luces desvaídas de las farolas parecían
indicarme un camino sin retorno, e incluso la música heavy que sonaba, la oía
como los ladridos del cancerbero que guarda las puertas del reino de los
muertos.
Perdí
el control de mi cuerpo, cayendo al suelo estrepitosamente golpeándome en la cabeza con el borde de un
parterre. Pero eso lo sé porque me lo contaron a posteriori.
Algún compañero llamó al Samur y una unidad me
trasladó al hospital más cercano.
Cuando
desperté me encontré en una habitación donde dominaba el color blanco, hasta
las luces fluorescentes me parecieron ese túnel que antecede a los que se
despiden de la vida. Cuando mi mente comenzó a centralizar y ordenar los datos,
mis ojos enfocaron a un ser luminoso vestido con el uniforme que deben vestir
los seres celestiales que habitan al otro lado, donde van aquellos que no son
tan malos como aparentan.
Me
miraba fijamente a la cara y me sonreía como dándome la bienvenida a otro plano
trascendental más perfecto, donde es imposible sentir dolor ni inquietud. En
donde la seguridad era prioritaria y la felicidad alcanzable.
Sus
primeras palabras fueron:
–Parece
que la brujita Samantha regresa de su viaje astral por mundos etílicos
imaginarios.
Y yo
como muchacha ingenua y algo atolondrada le pregunté:
– ¿Cómo
sabes mi nombre y de donde vengo? ¿Eres un ángel? –enmudeciendo a continuación muy sorprendida
cuando me respondió que era mucho más que eso.
Pensé para mis adentros que ese era el ser
superior que me correspondía, y que la casualidad no existía.
Y de
esta forma es como conocí a Gabriel, vuestro padre. Por entonces un joven
médico de urgencias con la carrera recién terminada. Y es por ello que os
llamamos como os llamamos de forma cariñosa.
Pues
de la unión de un Arcángel y una bruja solo pueden nacer diablillos inquietos
como vosotros.
Derechos de autor: Francisco Moroz