Aquel suceso ocurrido hace unos años lo sigo considerando
como un aviso para navegantes. Fue el que decidió de alguna manera el cambio en
el sector profesional al que me dedico.
Todo empezó cuando con intención de emanciparme de mis
padres, obtuve el carnet acreditativo con el que poder convertirme en guía
turístico de monumentos y conjuntos museísticos.
Como mi ciudad tiene una bonita catedral me pareció
adecuado centrarme en ella para ejercer la actividad que me permitiría abrirme
paso en el complicado mercado laboral. Por ello decidí empaparme bien sobre la
historia de la misma. Estructura y estilo arquitectónico, tesoro catedralicio,
esculturas y pinturas que se hallaban en su interior. Todo con el fin de
presentar a los posibles grupos de turistas que requiriesen mis servicios, la
mayor y mejor información que se pudiera ofrecer.
Tardé unos meses en adquirir todos los conocimientos
necesarios, para, armándome de valor, proceder con mi primera visita guiada. Un
grupo de güiris ingleses que contactaron conmigo demostrando un gran interés
por conocer los entresijos de la grandiosa construcción religiosa.
Mi inglés era bastante fluido como para que entendiesen
convenientemente los conceptos y los nombres de los elementos constructivos y
ornamentales, con lo cual por ese lado no habría problema alguno.
Nos encontrábamos pues en el interior, cerca del retablo,
y les explicaba en qué consistía el plateresco. Un estilo híbrido desarrollado
sobre el siglo XVI basado en la continuidad del gótico, con exuberante
decoración y estética renacentista inspirada en modelos clásicos de la antigüedad.
Acaeció entonces, aquello que nos dejó a todo el grupo con el alma en vilo y el
grito puesto en el cielo. Aunque con las miradas a ras del suelo que pisábamos
y un susto tremendo dentro de nuestro cuerpo.
En un momento de la locución explicativa les comenté, que
el arte era sempiterno como Dios, y bello como los mismísimos ángeles que le
acompañaban; si es que ambos entes existieran en realidad, añadí con una
sonrisa irónica, pretendida muestra de mi incredulidad al respecto.
Fue en ese justo instante cuando de forma inesperada y
gran estruendo, una escultura del arcángel Miguel se precipitó en picado desde
el nicho que ocupaba a unos seis metros. Lo vimos con una espada flamígera en
su mano, y con intenciones aviesas de
expulsarnos de forma violenta de este valle de lágrimas; que no del paraíso.
Se estrelló contra las losas de piedra, muy cerca del espantado
grupo, dejando restos esparcidos de yeso y madera con policromías variadas. Y
entre la nube de polvo que levantó, semejante a una niebla infernal que no
auguraba nada bueno. Vislumbramos los ojos retadores y llenos de ira del
custodio celestial.
Y fue aquel suceso, repito, el que me convenció sobre el
cambio que tenía que realizar con respecto a mi orientación profesional.
En la actualidad sigo ejerciendo como
guía, pero en distinto lugar: el jardín botánico de la localidad. Algo que presumiblemente
tiene menos riesgos laborales y menos implicaciones peligrosas con respecto a mi agnosticismo.
Derechos de autor: Francisco Moroz