Juan
y María se conocieron en la pradera de San Isidro, bailaron juntos por primera
vez en la verbena de La Paloma y desde hacía pocos años compartían una
buhardilla en el barrio de Lavapiés donde habían construido su nido de amor.
Ella
era modistilla, él, aprendiz de impresor. Con poco dinero inventaban momentos
para ser felices. Paseaban de la mano su amor por la Plaza Mayor, bajo los carteles
del –No pasarán-, junto a la Cibeles; la linda tapada la llamaban por entonces,
cubierta de sacos terreros para salvaguardarla de las explosiones de las
bombas. Se tomaban un café aguado de vez en cuando, con la excusa de sentarse enfrentados
y perderse cada uno en los ojos del otro.
Su
amor era incombustible. Con él y sus cuerpos se bastaban para conseguir el
calor necesario en las noches heladoras y los muchos besos que se daban, les proporcionaban
la luminosidad en esos oscuros y aciagas jornadas llenas de incertidumbre y tan
escasas de alimento que llevarse a la boca. Con las caricias obtenían la tranquilidad
imprescindible con que apaciguar la angustia de la soledad.
Cuando
las escuadrillas de las tres viudas* surcaban el cielo, bajaban de dos en dos
las escaleras de su edificio para buscar refugio en el portal o en el sótano.
Si les pillaba en la calle corrían pegados a las paredes buscando la más
cercana boca de metro; subterráneos que
se habían convertido en sumideros de miseria compartida.
Hace
un mes las tropas rebeldes llegaron a los arrabales de los Carabancheles y accedido
a la Casa de Campo y desde allí asediaban la metrópoli. Entre tanto desde dentro,
algunos que se llamaban así mismo defensores, eliminaban a los traidores
colaboracionistas. Todo aquel que se oponía a sus requisas o les parecía
sospechoso, era encontrado al amanecer junto a la tapia de algún cementerio con
el tiro de gracia en la cabeza.
A
Juan lo llamaron al frente, estaba en edad de luchar, aún sin instrucción militar
le mandaron a reforzar las líneas de la ciudad universitaria; por donde el
enemigo pretendía entrar a la capital. Metido en la trinchera durante las
tensas noches silenciosas, pensaba en María.
En
su ausencia, ella se acurrucaba en un rincón de la buhardilla para hacerse
invisible, pues la muerte se paseaba por las calles con las patrullas con un
fusil al hombro, a la caza de incautos, o se apostaba en los balcones
disfrazada de francotirador.
Añoraban
el verse, el tocarse, el besarse, para comprobar que era real lo que sentían
con tanta intensidad. Pero les había tocado vivir su amor en tiempos de mucho
odio exacerbado, donde los vecinos se delataban entre ellos y las venganzas se
dictaban diariamente con sentencia de pena de muerte.
Aquella
mañana fue una de tantas en la que los tonos grises predominaban en un cielo
que amenazaba lluvia. Frío intenso de mes de noviembre. María pensó en su Juan,
se lo imaginaba temblando dentro de un agujero excavado en la tierra embarrada,
soportando la humedad que subía del río Manzanares con el poco abrigo que le proporcionaba
su mono de trabajo y una chaquetilla de paño. Agarró una manta y un gorro de
lana que una vez tejió para él y salió a la calle para llevarlos, o al menos
para buscar a alguien que se los entregara.
Pero
empezó a tronar el cielo con el rugido de los motores de los aviones, que
después de un intenso bombardeo nocturno volvían con una nueva carga de fuego y
metralla para los inocentes.
Ella
se encontraba cerca de la barriada de Argüelles pasando al lado de un edificio
conocido con el nombre de: casa de Las flores, donde las barricadas y los
parapetos dificultaban el paso, corría como nunca lo había hecho, pero su
destino fue más rápido cayendo a plomo desde lo alto, reventando en pedazos y
esparciendo cascotes y fuego a partes iguales. De María sólo quedó un último
pensamiento dedicado a su amado, pensamiento que se fue diluyendo junto a la
sangre y el polvo en suspensión de los escombros. Los sueños quedaron destrozados.
Quiso
el infortunio que Juan perdiera la vida casi en el mismo instante en que el
tabor* de regulares y una bandera de la legión asaltaran las trincheras donde
se encontraba con sus compañeros de armas. Muerte rápida a punta de bayoneta,
donde la ilusión del reencuentro con su mujer se tornó imposible.
Así
me contaron esta historia empañada de tristeza y desesperanza, que conservé en
mi memoria durante la juventud.
Ahora
paseo por Madrid, casi ochenta años después de que estos hechos ocurrieran y
encuentro todavía restos de las cicatrices que dejó esta guerra entre hermanos.
Perfiles de líneas de trincheras, hondonadas producidas por las explosiones de
minas, bunkers,nidos de ametralladoras. Y en ciertas fachadas, las marcas ocasionadas
por los proyectiles. Todo ello donde ahora hay parque, universidad y hospital.
Pero
mi imaginación se resiste a este final. Quisiera cerrar este relato con el hallazgo
en el Parque del Retiro, medio escondido entre los nudos leñosos de un castaño
de indias, de un corazón grabado a navaja, donde figuran los nombres de Juan y
María junto al año en que su amor fue pura pasión, como la puesta por los
españoles en matarse, durante una cruel guerra que no se debería repetir jamás:
Mil novecientos treinta y seis.
* Junkers JU 52. Modelo de bombardero alemán utilizado en la guerra civil. Las formaciones de asalto la realizaban de tres en tres, por lo que los madrileños las denominaban de esta forma.
* Tropas de regulares de tetuán. Significa batallón, conformada principalmente por moros.
Derechos de autor: Francisco Moroz